William
S. Plumer (1802-1880)
El arrepentimiento pertenece exclusivamente a la religión de
pecadores. No tiene cabida en las actividades de criaturas no caídas.
Aquel que nunca ha cometido un acto pecaminoso, ni ha tenido
una naturaleza pecaminosa, no necesita perdón, ni conversión, ni arrepentimiento.
Los ángeles santos nunca se arrepienten. No tienen nada de qué arrepentirse.
Esto resulta tan claro que no hay razón para discutir el tema. En cambio, los
pecadores necesitan todas estas bendiciones. Para ellos, son indispensables. La maldad del corazón humano lo
hace necesario.
Bajo todas las dispensaciones, desde que nuestros primeros
padres fueran despedidos del Jardín del Edén, Dios ha insistido en el arrepentimiento.
Entre los patriarcas, Job dijo: “Por tanto me aborrezco, y me arrepiento en
polvo y ceniza” (Job 42:6). Bajo la Ley, David escribió los salmos 32 y 51.
Juan el Bautista clamó: “Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha
acercado” (Mat. 3:2). La descripción que Cristo hizo de sí mismo fue que había
venido para llamar a “a pecadores, al arrepentimiento” (Mat. 9:13). Justo antes
de su ascensión, Cristo mandó “que se predicase en su nombre el arrepentimiento
y el perdón de pecados en todas las naciones, comenzando desde Jerusalén” (Luc.
24:47). Y los Apóstoles enseñaron la misma doctrina, “testificando a judíos y a
gentiles acerca del arrepentimiento para con Dios, y de la fe en nuestro Señor Jesucristo”
(Hch. 20:21). Por lo tanto, cualquier sistema religioso entre los hombres que
no incluya el arrepentimiento de hecho es falso. Dice Matthew Henry: “Si el
corazón del hombre hubiera seguido recto y limpio, las consolaciones divinas
quizá hubieran sido recibidas sin la previa
operación dolorosa; pero siendo pecador, tiene que primero
sufrir antes de recibir consolación, tiene que luchar antes de poder descansar.
La herida tiene que ser investigada, de otro modo no puede ser curada. La
doctrina del arrepentimiento es la doctrina correcta del evangelio. No solo el austero
Bautista, que era considerado un hombre triste y mórbido, sino también el dulce
y amante Jesús, cuyos labios destilaban miel, predicaba el arrepentimiento…”
Esta doctrina no dejará de ser mientras exista el mundo.
Aunque el arrepentimiento es un acto obvio y muchas veces dictaminado,
no puede realizarse verdadera y aceptablemente sino por la gracia de Dios. Es
un don del cielo. Pablo aconseja a Timoteo que instruya en humildad a los que
se oponen, “Por si quizá Dios les conceda que se arrepientan para conocer la verdad” (2 Tim. 2:25). Cristo es exaltado como Príncipe y Salvador “para dar
arrepentimiento” (Hch. 5:31). Por lo tanto, cuando los paganos se incorporaban
a la iglesia, esta glorificaba a Dios, diciendo: “¡¡De manera que también a los
gentiles ha dado Dios arrepentimiento para vida!!” (Hch. 11:18). Todo esto
coincide con el tenor de las promesas del Antiguo Testamento. Allí, Dios dice
que realizará esta obra por nosotros y en nosotros. Escuche sus palabras llenas
de gracia: “Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros;
y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne.
Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y
guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra” (Eze. 36:26-27)… El verdadero
arrepentimiento es una misericordia especial de Dios. Él la da.
No procede de ningún otro. Es imposible que la pobre
naturaleza que ha caído tan bajo se recupere por sus propias fuerzas como para
que realmente se arrepienta. El corazón está aferrado a sus propios caminos y justifica
sus propios caminos pecadores con una tenacidad incurable hasta que la gracia
divina ejecuta el cambio. Ninguna motivación hacia el bien es lo
suficientemente poderosa como para vencer la depravación del corazón natural del
hombre. Si hemos de obtener su gracia, tiene que ser por medio del gran amor de
Dios hacia los hombres que perecen.
No obstante, el arrepentimiento es sumamente razonable…
Cuando somos llamados a cumplir responsabilidades que somos renuentes a cumplir,
nos convencemos fácilmente que lo que se nos exige es irrazonable. Por lo tanto
es siempre provechoso para nosotros tener un mandato de Dios que compele nuestra
conciencia. Es realmente benevolente que Dios nos hable con tanta autoridad
sobre este asunto. Dios “manda a todos los hombres en todo lugar, que se
arrepientan” (Hch. 17:30). La base del mandato radica en que todos los hombres
en todas partes son pecadores. Nuestro bendito Salvador no tenía pecado, y por supuesto,
no podía arrepentirse. Salvo esa sola excepción, desde la Caída no ha habido ni
una persona justa que no necesitara el arrepentimiento. Y no hay nadie más
digno de lástima que el pobre iluso que no ve nada en su corazón y su vida por
lo que debe arrepentirse.
Pero, ¿qué es el verdadero arrepentimiento? Esta es una
pregunta de primordial importancia. Merece toda nuestra atención. La siguiente
es probablemente una definición tan buena como hasta ahora se ha dado. “El arrepentimiento
para vida es una gracia salvadora operada en el corazón del pecador por el
Espíritu y la palabra de Dios, por la cual nace en él un modo de ver, y un
sentimiento no sólo de lo peligroso, sino también de lo inmundo y odioso de sus
pecados; y al apercibir la misericordia de Dios en
Cristo para aquellos que se han arrepentido, se aflige por
sus pecados, los odia y se aparta de todos ellos a Dios, proponiéndose y
esforzándose constantemente en andar con el Señor en todos los caminos de una
nueva
obediencia” . El que esta definición es irrebatible y
bíblica se va viendo con más claridad cuanto más a fondo se examina. El
arrepentimiento verdadero es un dolor por el pecado que termina en una reforma.
Meramente lamentarse no es arrepentirse, tampoco lo es una
reforma que solo sea externa. No es la imitación de la virtud: es la virtud misma…
Aquel que realmente se arrepiente está principalmente
afligido por sus pecados; aquel cuyo arrepentimiento es falso,
está preocupado principalmente por sus consecuencias. El primero se arrepiente principalmente de que ha hecho una maldad, el último de que ha traído sobre sí una maldad. El uno lamenta
profundamente que merece el castigo,
el otro que tiene que sufrir el
castigo. El uno aprueba de la Ley que lo
condena; el otro cree que es tratado
con dureza y que la Ley es rigurosa. Al
arrepentido sincero, el pecado le
parece muy pecaminoso. El que se
arrepiente según las normas del mundo,
el pecado de alguna manera le
parece agradable. Se lamenta que sea
prohibido. El uno opina que es cosa
mala y amarga pecar contra Dios, aun
cuando no recibe castigo; el otro ve
poca maldad en la transgresión si no es
seguida por dolorosas consecuencias. Aunque no hubiera un
infierno, el primero desearía ser
librado del pecado; si no hubiera
retribución, el otro pecaría cada vez más.
El arrepentido auténtico detesta principalmente el pecado
como una ofensa contra Dios. Esto incluye todos los
pecados de todo tipo. Pero se ha comentado con frecuencia que dos clases de
pecados parecen pesar mucho
en la conciencia de aquellos cuyo arrepentimiento es del
tipo espiritual.
Estos son los pecados secretos y los pecados de omisión. Por
otro lado, en el arrepentimiento falso, le mente parece centrase más en los
pecados que son cometidos a la vista de otros y en pecados de comisión. El
arrepentido auténtico conoce la plaga de un corazón malo y una vida estéril; el
arrepentido falso no se preocupa mucho por el verdadero estado del corazón,
sino que lamenta que las apariencias estén tanto en su contra.
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