¿CUÁLES SON LOS FRUTOS DE ESTE CAMBIO?
¿Alguna vez has conocido a alguien que afirmaba ser cristiano pero cuya
vida claramente no reflejaba lo que profesaba creer?
¿Qué cambios han ocurrido en tu vida desde que te convertiste en
cristiano?
Aquellos que están verdaderamente convertidos ya no son esclavos
del pecado y no viven más en pecado. En lugar de ello, estas personas crecen
cada vez más en su amor por el Señor y por los demás. En otras palabras, el
fruto de la conversión es libertad de la práctica habitual del pecado.
En 1 Juan 3, el apóstol Juan escribe:
1 Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que se amos
llamados hijos de Dios; por esto el mundo no nos conoce, porque no le conoció a
él.
2 Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado
lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes
a él, porque le veremos tal como él es.
3 Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí
mismo, así como él es puro.
4 Todo aquel que comete pecado, infringe también la ley; pues el
pecado es infracción de la ley.
5 Y sabéis que él apareció para quitar nuestros pecados, y no
hay pecado en él.
6 Todo aquel que permanece en él, no peca; todo aquel que peca,
no le ha visto, ni le ha conocido.
7 Hijitos, nadie os engañe; el que hace justicia es justo, como
él es justo.
8 El que practica el pecado es del diablo; porque el diablo peca
desde el principio. Para esto apareció el Hijo de Dios, para deshacer las obras
del diablo.
9 Todo aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado,
porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque es nacido
de Dios.
10 En esto se manifiestan los hijos de Dios, y los hijos del
diablo: todo aquel que no hace justicia, y que no ama a su hermano, no es de
Dios. (1 Jn. 3:1-10)
Como hemos visto, la conversión se manifiesta por sus frutos.
Aquellos que realmente han sido convertidos vivirán vidas caracterizadas por
una obediencia piadosa a los mandamientos de Dios, en vez de practicar el
pecado habitualmente.
En su libro Más vivo
que nunca, John Piper escribió acerca
de la tentación que tienen los cristianos de caer ya sea en la presunción o en
la desesperación.
Cuando nos deslizamos hacia la presunción, crecemos en nuestra
tibieza y descuido de la vida cristiana, usando aun la gracia de Dios como una
excusa para justificar nuestro pecado.
Cuando nos deslizamos hacia la desesperación, nos hundimos en el
temor y en el desaliento porque somos más conscientes de nuestra continua
batalla con el pecado de lo que somos de la obra de gracia de Dios por nosotros
y en nosotros. Nuestra conciencia nos condena porque aun nuestras buenas obras
parecen ser tan imperfectas que de ninguna manera podrían probar que hemos
nacido de nuevo.
Vamos a ver que aquellos que
verdaderamente aman a Dios también aman al pueblo de Dios.
Nuestro amor por los hermanos cristianos es uno de los frutos de
la conversión. Además, es una de las maneras por las que podemos ver si hemos
sido convertidos.
Aquellos que han sido convertidos amarán a sus hermanos
cristianos, lo cual demuestra su amor por Dios. Aprendimos de 1 Juan 3:1- 10 que todos los que han
nacido de nuevo son liberados de la práctica habitual del pecado y vivirán
vidas piadosas que agraden a Dios.
Ahora
examinaremos 1 Juan 4:7-21, un texto que nos da una visión más amplia de cómo debe ser una
vida piadosa:
7
Amados, amémonos unos a otros; porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama,
es nacido de Dios, y conoce a Dios.
8 El que no ama, no ha conocido a Dios; porque
Dios es amor.
9
En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su
Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él.
10
En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que
él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados.
11
Amados, si Dios nos ha amado así, debemos también nosotros amarnos unos a
otros.
12
Nadie ha visto jamás a Dios. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en
nosotros, y su amor se ha perfeccionado en nosotros.
13
En esto conocemos que permanecemos en él, y él en nosotros, en que nos ha dado
de su Espíritu.
14
Y nosotros hemos visto y testificamos que el Padre ha enviado al Hijo, el
Salvador del mundo.
15
Todo aquel que confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él, y
él en Dios.
16
Y nosotros hemos conocido y creído el amor que Dios tiene para con nosotros.
Dios es amor; y el que permanece en amor, permanece en Dios, y Dios en él.
17
En esto se ha perfeccionado el amor en nosotros, para que tengamos
confianza
en el día del juicio; pues como él es, así somos nosotros en este mundo
18
En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor; porque
el temor lleva en sí castigo. De donde el que teme, no ha sido perfeccionado en
el amor.
19
Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero.
20
Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el
que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha
visto?
21
Y nosotros tenemos este mandamiento de él: El que ama a Dios, ame también a su
hermano.
Como hemos visto en este pasaje, Juan enseña que el fruto de una
conversión genuina es el amor por Dios y por los demás. En este pasaje Juan no habla de los requisitos de
ser nacido de Dios. ¡No está diciendo que para ser nacido de Dios uno necesita
solamente amar! Está hablando de la prueba de los que reclaman ser nacidos de
Dios. El contexto trata de hermanos fieles y de falsos. Los dos grupos
reclamaban ser nacidos de Dios, pero lo eran solamente los que amaban unos a
otros, y éstos' eran los fieles.
Recuerda que, esto no
significa que podamos llegar a amarnos los unos a los otros perfectamente (1Jn. 1:8-9; 2:2), aunque todos los cristianos
genuinos amarán a sus hermanos y hermanas en Cristo. De hecho, nuestro amor por
nuestros hermanos cristianos es lo que demuestra que realmente amamos a Dios. Previamente en su epístola, Juan da dos ejemplos
de cómo debe ser este amor, de cómo
debemos amarnos unos a otros.
Amar a los
hermanos es una prueba de que conoce a Dios el que hace la reclamación. Los
gnósticos lo reclamaban, pero con su falta de amor a los demás hermanos, se
probaban falsos.
En 1 Juan 3:11-15, Juan escribe:
11 Porque este es el mensaje que habéis oído desde el principio:
Que nos amemos unos a otros.
12 No como Caín, que era del maligno y mató a su hermano. ¿Y por
qué causa le mató? Porque sus obras eran malas, y las de su hermano justas.
13 Hermanos míos, no os extrañéis si el mundo os aborrece.
14 Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que
amamos
a los hermanos. El que no ama a su hermano, permanece en muerte
15 Todo aquel que aborrece a su hermano es homicida; y sabéis
que ningún homicida tiene vida eterna permanente en él.
Amar es una obligación que se ha
inculcado en el cristiano desde el momento en que entró en la iglesia. La ética
cristiana se puede resumir en una palabra, amor, y desde el momento que una
persona se rinde a Cristo se compromete a hacer del amor la línea central de su
vida. Por esa misma razón, el hecho de que una persona ame a sus hermanos es la
prueba definitiva de que ha pasado de muerte a vida. Amar es estar en la luz;
aborrecer es continuar en la oscuridad. No necesitamos más pruebas que mirarle
a la cara a una persona que esté enamorada, y a otra que esté llena de odio;
mostrarán la gloria o la negrura de su corazón.
Jesús dijo que
la antigua ley prohibía asesinar, pero la nueva Ley declaraba que la ira y la
amargura y el desprecio eran pecados igualmente serios. Siempre que haya odio
en el corazón de una persona, la convierte en un asesino en potencia. El
permitir que el odio se asiente en el corazón es quebrantar un mandamiento
concreto de Jesús. Por tanto, el que ama es seguidor de Cristo, y el que
aborrece no es de los Suyos
En
1 Juan 3:16-18 leemos más sobre cómo
los cristianos deben amarse en la práctica:
16
En esto hemos conocido el amor, en que él puso su vida por nosotros; también
nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos.
17
Pero el que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y
cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él?
18
Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad.
De ahí se sigue todavía otro paso en
este razonamiento bien trabado. Alguien puede que diga: «Reconozco la
obligación de amar, y trataré de cumplirla; pero no sé lo que implica.» La
respuesta de Juan (versículo 16) es: "Si quieres ver lo que es este amor,
mira a Jesucristo. En Su muerte por los hombres en la Cruz se despliega plenamente.»
En otras palabras, la vida cristiana es la imitación de Cristo. «Haya esta
actitud entre vosotros que tenéis en Jesucristo» (Filp_2:5).
«Nos dejó Su ejemplo para que sigamos Sus pisadas» (1Pe_2:21).
No hay nadie que pueda mirar a Cristo y decir que no sabe en qué consiste la
vida cristiana.
Juan resuelve otra posible objeción más.
Alguien podría decir: « ¿Cómo puedo yo seguir las pisadas de Cristo? El dio Su
vida en la Cruz. Usted dice que yo debería dar mi vida por mis hermanos; pero
esas oportunidades tan dramáticas no se dan corrientemente en la vida. ¿Qué
tengo que hacer entonces?» La respuesta de Juan es: "Es cierto. Pero
cuando veas a tu hermano en necesidad, y tú tengas bastante, el darle de lo que
tienes es seguir a Cristo. El cerrarle el corazón y las manos es demostrar que
el amor de Dios que se manifestó en Jesucristo no tiene lugar para ti.» Juan
insiste en que podemos encontrar innumerables oportunidades para demostrar el
amor de Cristo en la vida de todos los días.
Había ocasiones en la vida de la Iglesia
Primitiva, como hay también algunas ocasiones trágicas en el momento presente,
para una obediencia casi literal del precepto (es decir, dar la vida por los
hermanos). Pero la vida no es siempre tan trágica; y sin embargo el mismo
principio de conducta se debe aplicar siempre. Puede movernos sencillamente a
gastar algún dinero que hubiéramos podido gastar para nosotros mismos para
aliviar la necesidad de otro más necesitado.
Es, después de todo, el mismo principio de
acción, aunque a un nivel más bajo de intensidad: es estar dispuestos a rendir
algo que tiene valor para nuestra propia vida para enriquecer la de otro. Si
tal mínima respuesta a la Ley del Amor que nos llega en una situación diaria y
normal está ausente, entonces es inútil pretender que formamos parte de la
familia de Dios, el reino en el que el amor es operativo como el principio y la
señal de la vida eterna.
Las palabras bonitas como “voy a orar
por tu necesidad”, aunque suenen muy espirituales, nunca ocuparán el lugar de las buenas obras; y
ninguna cantidad de palabras sobre el amor cristiano ocupará el lugar de una
acción amable, que implique algún sacrificio propio, a una persona en
necesidad; porque en esa acción vuelve a estar operativo el principio de la
Cruz.
El camino al infierno está empedrado de
buenas intenciones.
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