Salmo 49; 11-12
De los que llaman sus tierras con
sus nombres, sus tumbas son sus casas para siempre, y sus moradas de generación
en generación.
Pero
el hombre no permanecerá en sus riquezas; más bien, es semejante a los animales
que perecen.
El salmista sale al paso de los justos que
vacilan en sus caminos al contemplar la prosperidad de los malvados y la propia
miseria. En realidad, los fieles a la Ley
divina están constantemente hostilizados por los que viven fuera de toda ley,
los cuales van pisando los talones del
justo, poniéndole añagazas y haciendo ostentación de su opulencia y riquezas, para
hacerle ver que el único modo de medrar en la vida es no tener escrúpulos
religiosos y morales. Pero, en realidad, su presunción se basa en un supuesto
falso, ya que sus riquezas bastarán para rescatarle
de la muerte, pues Dios es el
único dueño de la vida y de la muerte y no permite que se rescate por dinero su vida;
las mayores riquezas no son suficientes para servir de rescate de la vida de un hombre. Según la legislación mosaica,
en determinados casos se podía redimir
y rescatar la vida con dinero. Pero nadie puede creer que ha de
continuar viviendo indefinidamente,
pues el precio del rescate de
su vida es tan caro, que no hay dinero suficiente para librar de la muerte. La
experiencia muestra que todos, sabios o
necios, mueren. Al sabio de
nada le sirven sus conocimientos para librarse de la muerte; al final, su
suerte es como la del necio o
ignorante, pues tiene que dejar a otros sus haciendas y contentarse con sus tumbas como moradas permanentes.
Aunque anteriormente hubieran dado sus nombres
a las tierras que poseían, ahora tendrán que contentarse con dar nombre
a un sepulcro, a unos pies de tierra. Esta
es la gran realidad de la muerte, que evapora todas las falsas ilusiones de la
vida. Es inútil que el hombre espere perdurar en su esplendor y triunfo, pues al fin desaparece como
las bestias, que perecen.
El
rico y el pobre tienen algo en común: al morir, dejan todo lo que poseen en la
tierra. En el momento de la muerte (y todos la enfrentaremos), tanto ricos como
pobres están desnudos y llevan las manos vacías ante Dios. Las únicas riquezas
que tendremos en ese momento son las que invertimos en nuestra herencia eterna.
Al morir, cada uno desearemos haber invertido menos en la tierra, donde debemos
dejarlo todo, y más en el cielo, donde lo retendremos para siempre. Para tener
tesoros en los cielos debemos poner nuestra fe en Dios, comprometernos a
obedecerle y utilizar nuestros medios para el bien de su Reino. Este es un buen
momento para analizar nuestras inversiones y ver dónde hemos invertido la mayor
parte.
Isaías 53; 6
Todos nosotros nos descarriamos
como ovejas; cada cual se apartó por su camino. Pero Jehovah cargó en él el
pecado de todos nosotros.
Este versículo es quizá el más penetrante en su descripción del pecado
y de la expiación, poniendo al descubierto la futilidad, que es en nosotros una
segunda naturaleza que nos aísla tanto de Dios como de los hombres; pero
también es la iniciativa divina que transfirió el castigo que merecíamos a un
sustituto.
Isaías habla
acerca de cómo Israel se apartó del camino de Dios y lo compara a una oveja errante. Con todo, Dios enviaría
al Mesías para hacerla volver al redil. Nosotros tenemos la oportunidad de
mirar al pasado para ver y conocer la identidad del Mesías prometido, quien
vino y murió por nuestros pecados. Pero si vemos todo lo que Jesús hizo y lo
seguimos rechazando, cometemos un pecado más grande que los israelitas de la
antigüedad, quienes no pudieron ver lo que nosotros vemos. ¿Le has entregado tu
vida a Jesucristo, el "buen pastor" (Jn_10:11-16)
o sigues pareciéndose a la oveja errante?
¡Maranata!¡Ven pronto
mi Señor Jesús!
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