} EL CAMINO: LA SALVACIÓN ES POR FE EN JESUCRISTO: UN CAMBIO VERDADERO 11

viernes, 13 de julio de 2018

UN CAMBIO VERDADERO 11


  
CONVICCIÓN Y CONVERSIÓN
   
      Antes de continuar, sería apropiado hacer aquí algunos comentarios generales que expliquen lo que el pecador piensa inmediatamente antes de su conversión.
Descubre que la Biblia revela los secretos de su alma, que discierne los pensamientos y las intenciones de su corazón. Está listo para decir “Vengan y vean un libro que me ha dicho todas las cosas que he hecho”. En momentos como ese, la Palabra de Dios es como un espejo en que el hombre contempla su rostro natural. Refleja su imagen y le muestra sus tristes deficiencias y su gran deformidad.
Descubre que su corazón es excesivamente depravado. Está convencido de que las ideas de los pensamientos de su corazón son siempre hacia el mal. En este estado de ánimo, David comparó sus dolores a “huesos que has quebrantado” (Sal. 51:8, NVI). Si alguna vez se ha roto un hueso, quizá tenga una idea de lo que se siente en este caso. Uno no hace más que pensar en eso día y noche. Por un momento, la compañía de alguien parece distraerlo de sus pensamientos, pero pronto estos vuelven al hueso roto. Cuando se despierta a media noche, piensa inmediatamente en la parte lesionada. Todo intento de pensar en otra cosa es inútil. En otro lugar David dice: “Mi pecado está siempre delante de mí” (Sal. 51:3). Su mente permanecía enfocada en sus transgresiones.

       Como un numeroso ejército de hombres, pasaban continuamente en revista solemne. En este estado de ánimo, uno siente que Dios tiene derecho a tener misericordia de quien quiera tener misericordia, y tener compasión por quien quiera tener compasión. Sea cual fuere su teoría sobre el tema, su convicción profunda es que sin temor a equivocarse, Dios puede negar todas las bendiciones de la salvación. Sí, siente que Dios tendría razón en condenarlo para siempre y sería comprensible que lo expulsara a las tinieblas.
A veces el que se encuentra en este estado es acosado con pensamientos impíos y hasta blasfemos. El objeto del tentador parece ser desterrar toda esperanza de reconciliación con Dios. A veces le sucede a un alma parecida a la del joven del cual leemos: “Y mientras se acercaba el muchacho, el demonio le derribó y le sacudió” (Luc. 9:42). Cuando su presa está a punto de serle quitada, el viejo león se enfurece hasta el máximo. No puede soportar ser testigo de que se escape una sola alma.

     El que pasa por esto descubrirá que lo que hasta ahora creía de la
Biblia ya no sirve. Ha sido meramente histórica, fría e impotente. O ha sido la fe de los demonios y no ha hecho más que llenar su alma de terror. Ahora siente la necesidad de una fe que es “mediante el poder de Dios” (Col. 2:12).Y aun en el acto de rendirse que está por realizar, hay tanta timidez y un sentimiento de deshonra que por lo general lo más que puede decir es: “Creo; ayuda mi incredulidad” (Mar. 9:24). Aun los conversos jóvenes rara vez acuden al trono de gracia con arrojo.
El que ha avanzado a este punto probablemente sea atacado aún más por el
maligno.

     A los hebreos nunca les fue tan mal como justo antes de partir de Egipto, y nunca fueron más aborrecidos que cuando iniciaron su marcha hacia Canaán. El que ha llegado a este punto, queda tristemente decepcionado porque las medidas que ha tomado para su alivio no han hecho más que hundirlo más profundamente en su desgracia. Como aquella mujer en el Evangelio, ha gastado todo su dinero en médicos y no ha mejorado, sino empeorado. Orar, escuchar la Palabra, leer, conversar y hacer resoluciones han resultado ser ineficaces. Y todavía peor, han traído más ira al alma por el pecado que los acompaña.
En este estado uno puede adoptar las palabras del salmista: “Porque mi alma está hastiada de males... Soy como hombre sin fuerza... Me has puesto en el hoyo profundo, en tinieblas, en lugares profundos... Sobre mí reposa tu ira, y me has afligido con todas tus ondas... Encerrado estoy, y no puedo salir... Mis ojos enfermaron a causa de mi aflicción... ¿Por qué, oh Jehová, desechas mi alma? ¿Por qué escondes de mí tu rostro?... Me oprimen tus terrores” (Salmo 88:3. 4. 6. 7. 9, 14, 16). Siente que Dios tiene que ayudarle o morirá en sus pecados. Como Pedro cuando se hundía, dice: “¡¡Señor, sálvame!!” (Mat. 14:30). O como Ezequías, exclama: “Alzaba en alto mis ojos. Jehová, violencia padezco; fortaléceme” (Isa. 38:14).

Un hombre así se acongoja porque no se puede acongojar, gime porque no puede gemir y llora porque no puede llorar. Está asombrado de su culpabilidad y de la dureza de su corazón. Está convencido que en su caso es necesario un cambio total en su corazón para ser feliz aquí y en el más allá.
    También reconoce que si va a ser salvo, tiene que ser por un acto de la gracia libre, rica y soberana. Su habilidad de la cual alardeaba no vale nada. Su fuerza es debilidad. Sus méritos ahora ni se mencionan. Siente que no merece nada bueno. Su justicia es como trapos inmundos. Está listo para presentarse ante el Señor con expresiones de auto condenación.
 Su estado mental es de convicción, que siempre involucra un sentimiento de cinco cosas: pecaminosidad, culpabilidad, ignorancia, impotencia y sufrimiento.
Esta convicción, por supuesto, no es igual de aguda en todos los casos.
No necesariamente va acompañada de angustias o terrores, pero es una
percepción clara del estado de uno que demanda el remedio que brinda
el evangelio. Si el obrar de la convicción continuara y no pasara de eso, y la esperanza nunca llegara para alivio del alma, el resultado sería el impenetrable desconsuelo de la desesperación, como sucede con los que son condenados. El que un hombre vea su estado perdido y no vea al
Salvador… causa que sea un desesperado en al gobierno de Dios. Con frecuencia, el pecador anhela que sus convicciones puedan continuar, porque las considera como castigos del pecado, castigos que bien merece.
Si fuera por él, ni vendría a Cristo. Si pudiera llorar y lamentarse y sufrir y ser destrozado como desea, estaría satisfecho sin ninguna otra expiación que la que él hizo de esta manera. Por lo menos, no buscaría otra. Pero Dios, en todos sus tratos con él, tiene el plan de afianzarlo en la fe de Cristo, que por medio de la Ley pueda morir a la Ley a fin de poder estar desposado con Cristo.

Si uno le pregunta a alguien así si piensa que está bajo convicción, probablemente respondería que no. Sus conceptos sobre ese tema serían
muy imprecisos y errados. De hecho, no tiene una idea clara de qué es la
convicción, excepto que cree que es un paso hacia la salvación. Piensa que no tiene ningún sentimiento que lo prepare para un cambio. Le parece que está perdiendo terreno en lugar de ganarlo.
Más se va acercando a la salvación, más lejos le parece estar. La hora más negra es justo antes del amanecer. Fue a medianoche que Faraón dejó ir a Israel (Éxo. 12:30-31).
 Para concluir una exhortación:
 “Nunca descanse en sus convicciones hasta que terminen en una conversión. Es aquí donde falla la mayoría de los hombres; descansa en sus convicciones y las toma por convicción, como si el pecado percibido fuera por lo tanto pecado perdonado o como si ver la necesidad de gracia fuera en verdad una obra de gracia”.

 Una convicción, por más profunda y angustiante que sea, no es salvadora.

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