CONVICCIÓN Y CONVERSIÓN
Antes de continuar, sería apropiado hacer aquí algunos
comentarios generales que expliquen lo que el pecador piensa inmediatamente
antes de su conversión.
Descubre que la Biblia revela los secretos de su alma, que discierne
los pensamientos y las intenciones de su corazón. Está listo para decir “Vengan
y vean un libro que me ha dicho todas las cosas que he hecho”. En momentos como
ese, la Palabra de Dios es como un espejo en que el hombre contempla su rostro
natural. Refleja su imagen y le muestra sus tristes deficiencias y su gran
deformidad.
Descubre que su corazón es excesivamente depravado. Está convencido
de que las ideas de los pensamientos de su corazón son siempre hacia el mal. En
este estado de ánimo, David comparó sus dolores a “huesos que has quebrantado”
(Sal. 51:8, NVI). Si alguna vez se ha roto un
hueso, quizá tenga una idea de lo que se siente en este caso. Uno no hace más que
pensar en eso día y noche. Por un momento, la compañía de alguien parece distraerlo
de sus pensamientos, pero pronto estos vuelven al hueso roto. Cuando se
despierta a media noche, piensa inmediatamente en la parte lesionada. Todo
intento de pensar en otra cosa es inútil. En otro lugar David dice: “Mi pecado
está siempre delante de mí” (Sal. 51:3). Su
mente permanecía enfocada en sus transgresiones.
Como un numeroso
ejército de hombres, pasaban continuamente en revista solemne. En este estado
de ánimo, uno siente que Dios tiene derecho a tener misericordia de quien
quiera tener misericordia, y tener compasión por quien quiera tener compasión.
Sea cual fuere su teoría sobre el tema, su convicción profunda es que sin temor
a equivocarse, Dios puede negar todas las bendiciones de la salvación. Sí,
siente que Dios tendría razón en condenarlo para siempre y sería comprensible
que lo expulsara a las tinieblas.
A veces el que se encuentra en este estado es acosado con
pensamientos impíos y hasta blasfemos. El objeto del tentador parece ser
desterrar toda esperanza de reconciliación con Dios. A veces le sucede a un
alma parecida a la del joven del cual leemos: “Y mientras se acercaba el muchacho,
el demonio le derribó y le sacudió” (Luc. 9:42).
Cuando su presa está a punto de serle quitada, el viejo león se enfurece hasta
el máximo. No puede soportar ser testigo de que se escape una sola alma.
El que pasa por
esto descubrirá que lo que hasta ahora creía de la
Biblia ya no sirve. Ha sido meramente histórica, fría e
impotente. O ha sido la fe de los demonios y no ha hecho más que llenar su alma
de terror. Ahora siente la necesidad de una fe que es “mediante el poder de
Dios” (Col. 2:12).Y aun en el acto de rendirse
que está por realizar, hay tanta timidez y un sentimiento de deshonra que por
lo general lo más que puede decir es: “Creo; ayuda mi incredulidad” (Mar. 9:24). Aun los conversos jóvenes rara vez acuden
al trono de gracia con arrojo.
El que ha avanzado a este punto probablemente sea atacado
aún más por el
maligno.
A los hebreos nunca les fue tan mal como justo antes de partir
de Egipto, y nunca fueron más aborrecidos que cuando iniciaron su marcha hacia
Canaán. El que ha llegado a este punto, queda tristemente decepcionado porque
las medidas que ha tomado para su alivio no han hecho más que hundirlo más
profundamente en su desgracia. Como aquella mujer en el Evangelio, ha gastado
todo su dinero en médicos y no ha mejorado, sino empeorado. Orar, escuchar la
Palabra, leer, conversar y hacer resoluciones han resultado ser ineficaces. Y
todavía peor, han traído más ira al alma por el pecado que los acompaña.
En este estado uno puede adoptar las palabras del salmista:
“Porque mi alma está hastiada de males... Soy como hombre sin fuerza... Me has puesto
en el hoyo profundo, en tinieblas, en lugares profundos... Sobre mí reposa tu
ira, y me has afligido con todas tus ondas... Encerrado estoy, y no puedo
salir... Mis ojos enfermaron a causa de mi aflicción... ¿Por qué, oh Jehová,
desechas mi alma? ¿Por qué escondes de mí tu rostro?... Me oprimen tus
terrores” (Salmo 88:3. 4. 6. 7. 9, 14, 16).
Siente que Dios tiene que ayudarle o morirá en sus pecados. Como Pedro cuando
se hundía, dice: “¡¡Señor, sálvame!!” (Mat. 14:30).
O como Ezequías, exclama: “Alzaba en alto mis ojos. Jehová, violencia padezco; fortaléceme”
(Isa. 38:14).
Un hombre así se acongoja porque no se puede acongojar, gime
porque no puede gemir y llora porque no puede llorar. Está asombrado de su
culpabilidad y de la dureza de su corazón. Está convencido que en su caso es
necesario un cambio total en su corazón para ser feliz aquí y en el más allá.
Su estado mental es de convicción, que
siempre involucra un sentimiento de cinco cosas: pecaminosidad,
culpabilidad, ignorancia, impotencia y sufrimiento.
Esta convicción, por supuesto, no es igual de aguda en todos
los casos.
No necesariamente va acompañada de angustias o terrores,
pero es una
percepción clara del estado de uno que demanda el remedio
que brinda
el evangelio. Si el obrar de la convicción continuara y no
pasara de eso, y la esperanza nunca llegara para alivio del alma, el resultado
sería el impenetrable desconsuelo de la desesperación, como sucede con los que son
condenados. El que un hombre vea su estado perdido y no vea al
Salvador… causa que sea un desesperado en al gobierno de
Dios. Con frecuencia, el pecador anhela que sus convicciones puedan continuar, porque
las considera como castigos del pecado, castigos que bien merece.
Si fuera por él, ni vendría a Cristo. Si pudiera llorar y
lamentarse y sufrir y ser destrozado como desea, estaría satisfecho sin ninguna
otra expiación que la que él hizo de esta manera. Por lo menos, no buscaría otra.
Pero Dios, en todos sus tratos con él, tiene el plan de afianzarlo en la fe de
Cristo, que por medio de la Ley pueda morir a la Ley a fin de poder estar
desposado con Cristo.
Si uno le pregunta a alguien así si piensa que está bajo
convicción, probablemente respondería que no. Sus conceptos sobre ese tema
serían
muy imprecisos y errados. De hecho, no tiene una idea clara
de qué es la
convicción, excepto que cree que es un paso hacia la
salvación. Piensa que no tiene ningún sentimiento que lo prepare para un
cambio. Le parece que está perdiendo terreno en lugar de ganarlo.
Más se va acercando a la salvación, más lejos le parece
estar. La hora más negra es justo antes del amanecer. Fue a medianoche que
Faraón dejó ir a Israel (Éxo. 12:30-31).
Para concluir una
exhortación:
“Nunca descanse en
sus convicciones hasta que terminen en una conversión. Es aquí donde falla la
mayoría de los hombres; descansa en sus convicciones y las toma por convicción,
como si el pecado percibido fuera por lo tanto pecado perdonado o como si ver
la necesidad de gracia fuera en verdad una obra de gracia”.
Una convicción, por
más profunda y angustiante que sea, no es salvadora.
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