“En
aquel tiempo habrá un manantial abierto para la casa de David y para
los habitantes de Jerusalén, para la purificación del pecado y de la
inmundicia”. —Zacarías 13:1
Ya hemos comentado la imposibilidad de que el razonamiento natural
comprenda una verdad espiritual. No puede discernir ni la naturaleza, la
armonía ni la finalidad de las verdades divinas.
Esta inhabilidad no se debe a la
deficiencia de capacidad mental ni a lo difícil que es comprender la
revelación, ––porque el intelecto más débil, cuando es iluminado y santificado
por el Espíritu de Dios, puede captar la doctrina más profunda, hasta donde de
esa doctrina ha sido revelada–– sino a la falta de una mente espiritualmente renovada. Esta y solo esta es la razón… Por lo
tanto, que la mente tiene que cambiar y que el cambio lo hace Dios antes de que
la verdad divina pueda ser comprendida o recibida, es una verdad obvia. Por eso
encontramos al Apóstol orando por los cristianos de Éfeso: “Para que el Dios de
nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria, os dé espíritu de sabiduría y de
revelación en el conocimiento de él, alumbrando los ojos de vuestro
entendimiento” (Ef. 1:17-18).
Entre todas las doctrinas del evangelio
está la doctrina de la Expiación de Cristo con su designio especial y de
gracia, tan oscura e inexplicable para la mente no renovada. Esto
solo puede ser comprendido por
una mente vivificada que ahora es consciente de la naturaleza y perversión moral del pecado. Como la expiación por el pecado fue el
gran designio de la muerte extraordinaria de Cristo, el individuo que es ciego
al pecado, no puede descubrir y aceptar esta verdad, no importa lo vasto que
sean sus poderes mentales o qué firme su creencia en la verdad de la revelación
divina… Es a esta tenebrosidad natural, esta ignorancia del pecado, esta falta
de enseñanza del Espíritu, a la que tenemos que atribuir todos los conceptos
falsos y errados que los hombres han enunciado con respecto a la naturaleza y
los designios de la muerte de Cristo.
Es nuestra creencia inequívoca que todo
el error en la teología, especialmente aquello que socava la Expiación, tiene
su origen en dejar a un lado la Ley de Dios. La Ley debe ser reconocida
plenamente como de autoridad divina, de dignidad inflexible y de pureza sin
mancha; su sentencia condenatoria debe sentirse en el alma; toda esperanza de justificación1 debe
ser arrasada por una mera obediencia y el pecador colocado delante del pleno
ardor de sus terrores. Entonces verá la necesidad absoluta
de una Expiación, precisamente una Expiación como la que ofreció en la cruz el
Redentor adorado. Siendo así, ningún individuo que ha sido enseñado por el
Espíritu, a quien se le llama
enfáticamente “El Espíritu de Verdad”, al que se la ha hecho ver la pecaminosidad extrema del pecado por
ser contra un Dios santo, que ha sido vaciado de toda autosuficiencia, cuyos
ojos han sido abiertos a la ruina interior y se ha postrado en el polvo como un
pobre pecador destrozado, ningún individuo enseñado de este modo jamás
afirmaría que Jesús murió con algún otro designio más que aquel por el cual murió:
ofrecer
a la Justicia Divina una satisfacción plena e infinita por el pecado.
Esto nos lleva a la discusión del tema.
Que podamos sentir que el fundamento
sobre el cual nos basamos es santo. Si hay un tema cuya explicación se debe
encarar con cautela, humildad y oración, es este. Estén nuestros corazones
predispuestos hacia Dios para recibir las enseñanzas de su Espíritu, cuyo
oficio bendito en la economía de la gracia es glorificar a Cristo, tomando de las cosas que le pertenecen y
haciéndolas saber al alma (Juan 16:14).
¡Oh que recibamos su unción santa
mientras tratamos este tema estupendo: Cristo presentándose como sacrificio por el pecado! Con el propósito de presentar el tema
claramente para la mente del lector, primero debemos considerar las porciones
sobresalientes de la Palabra de Dios que declaran que la finalidad y el
designio de la muerte de Cristo fueron ser Expiación por el
pecado. Luego será necesario demostrar que la Expiación de Cristo consiste en borrar
enteramente los pecados
de su pueblo…
La Palabra de Dios, la única regla de
fe y práctica, representa clara e invariablemente la muerte de Jesús como
un sacrificio
y el designio especial y de gracia de ese sacrificio:
una
expiación por el pecado. Si esto se niega, ¿cómo podemos interpretar los
importantes pasajes que siguen? “Mas él herido fue por nuestras
rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre
él, y por su llaga fuimos nosotros curados... mas Jehová cargó en él el pecado
de todos nosotros” (Isa. 53:5-6). “Porque esto es mi sangre del nuevo pacto,
que por muchos es derramada para remisión de los pecados” (Mat. 26:28).
“Porque Cristo, cuando aún éramos
débiles, a su tiempo murió por los impíos” (Rom. 5:6). “Al que no conoció
pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos
hechos justicia de Dios en él” (2Cor. 5:21). “En quien tenemos redención
por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su
gracia” (Ef. 1:7). “Sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de
vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como
oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin
mancha y sin contaminación” (1 Ped. 1:18-19). “Porque si la sangre de los toros
y de los machos cabríos, y las cenizas de la becerra rociadas a los inmundos, santifican
para la purificación de la carne, ¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual
mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará
vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?” (Heb.
9:13-14). “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios,
sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por
nuestros pecados” (1 Jn. 4:10). ¡Cuán ininteligibles son estas declaraciones de
la Palabra de Dios si no las consideramos como afirmaciones de la gran doctrina
que estamos considerando! No se aparte el lector de la Palabra de Dios. Si no
cree en la doctrina de los sufrimientos vicarios de Cristo, tenga cuidado cómo
maneja estas serias declaraciones. Confirman la doctrina de la Expiación o no
significan nada. No tienen ningún significado si se interpretan de otra manera.
Volvamos a las asombrosas expresiones:
“Herido por nuestras rebeliones”. “Molido por nuestros pecados”. “Cargó en él el pecado
de todos nosotros”. “Mi sangre...
derramada para remisión de los pecados”.
“Murió por los impíos”.
“Lo hizo pecado”. “En quien tenemos
redención por su sangre, el perdón de pecados”.
“Propiciación por nuestros pecados”. ¿Qué vemos aquí, sino la sangre expiatoria,
la satisfacción total, el que llevó el pecado, el garante, el sustituto?
¿Y cómo explicamos los sufrimientos de
Cristo, que fueron intensos y misteriosos, si no lo hacemos sobre la base de su
carácter vicario? Esos
sufrimientos fueron extremadamente
intensos. Hay en ellos una severidad que, si no fuera por los requerimientos de
la justicia divina, serían totalmente incomprensibles. Cielo, Tierra, Infierno,
todos conspiraron en su contra. Repasemos su historia rica en experiencias:
tomemos nota de cada paso que tomó
desde Belén hasta el Calvario.
¿Qué aprendemos de sus sufrimientos,
sino que fueron tremendísimos y sumamente intensos? Sus enemigos,
como perros entrenados para la guerra, arremetieron contra él. Aun los
que profesaban ser sus seguidores se quedaron paralizados ante lo que le estaba
pasando a su Señor. Uno lo traicionó, otro lo negó,
y todos, en su hora más extrema, lo abandonaron. Por lo tanto, no nos
extrañe que en la angustia de su alma su humanidad sufriente exclamara:
“Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad,
sino la tuya” (Luc. 22:42). En aquel instante terrible, todas las fuerzas de la
ira de Dios, por los pecados de su pueblo, se desataron
contra él. El Padre, el último recurso de consuelo, apartó su rostro y lo privó
de su reconfortante presencia. En la cruz, bebiendo las últimas gotas de la
copa de sus sufrimientos, cumplió la profecía que se refería a él: “He pisado
yo solo el lagar, y de los pueblos nadie había
conmigo” (Isa. 63:3).
Sus sufrimientos también fueron
misteriosos. ¿Por qué un Ser santo, inofensivo, cuya vida entera había sido
un acto de bien sin paralelos, tenía que ser condenado a una
persecución tan grave, a sufrimientos tan agudos y a una muerte tan dolorosa e
ignominiosa? Avergüéncese por este relato el que niega la expiación. La
doctrina de un sacrificio vicario lo explica todo y presenta la clave del
misterio “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que
nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Cor. 5:21). “Cristo nos redimió
de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición” (Gál. 3:13). Todo el
misterio ha desaparecido. “Por nosotros lo hizo pecado”.
Fue “hecho por nosotros maldición”.
Cargó con el pecado y consecuentemente con la pena del pecado. Lector
cristiano, si tuviéramos que cargar con nuestros pecados, tendríamos que pagar solos
el castigo por ellos. Pero Jesús tomó sobre sí nuestros pecados.
Para esto, fue partícipe del pacto de
redención3. Para esto, asumió nuestra naturaleza.
Para esto, sufrió en el Getsemaní. Para esto, la Ley de Dios lo condenó a la pena máxima. Y
para esto, la justicia de Dios lo hizo pagar esa pena de muerte. ¡Oh
cuánta verdad hay en esto! ¡El Hijo de Dios ofreciéndose como sacrificio
por el pecado! El que no conocía pecado, que era santo, inofensivo y
puro, sin un pensamiento malo en su corazón, ¡aun así fue hecho pecado o
una ofrenda por el pecado! ¡Oh la
enormidad de este pensamiento! De
no haberlo declarado el mismo Dios, no hubiéramos podido creerlo, aun
si lo hubiera anunciado la trompeta de un ángel. ¡Dios mismo lo proclamó! Y
porque lo hizo, lo creemos. Solo Dios lo puede escribir en
el corazón. “¡Oh tú, bendito y adorado Emanuel! ¿Fue esta la finalidad
y el designio de tus
sufrimientos intensos y misteriosos?
¿Fue que tenías que obedecer, cargar con el pecado, sufrir la maldición y
humillarte en la muerte para que yo fuera libre? ¿Fue todo esto en mi lugar y
por mí? ¡Oh amor sin paralelos! ¡Oh gracia infinita y
gratuita! que Dios se encarnara, que el Santo cargara con el pecado de tal
manera que fuera objeto de la justicia más severa, como si él mismo fuera el
pecador; que tuviera que vaciar la copa, ofrecer su espalda para ser flagelado,
soportar la vergüenza y los esputos, y, por último, ser crucificado en la cruz
y derramar la última gota de su sangre preciosa. ¡Y todo esto por mí, por mí, un rebelde; por mí, un gusano; por mí, el primero de los pecadores!
¡Asómbrate, oh cielos! ¡Maravíllate, oh
tierra! ¿Hubo alguna vez un amor semejante a este?”
Corresponde ahora demostrar por medio
de la Palabra de Dios que la Expiación del bendito Redentor fue para borrar plena y completamente los
pecados del creyente. ¿Necesitamos detenernos para reflexionar en la enorme
importancia de esta verdad? ¿Necesitamos mencionar cuán estrechamente depende
de Cristo la paz, la santificación y la gloria eterna del pecador? No se
conforme el lector con un conocimiento superficial de la verdad de que Cristo
hizo Expiación por el pecado. Uno puede creerlo y, no obstante, no disfrutar de
la bendición, paz y santificación de este hecho. ¿Por qué? Porque no profundiza
plenamente lo que es vivir la verdad por experiencia.
¿Podríamos decir también que sus
conceptos del pecado son superficiales y no considera su enorme pecaminosidad?
Los conceptos profundos del pecado siempre resultarán en conceptos profundos
del Sacrificio por el pecado; a un conocimiento inadecuado del pecado, un conocimiento inadecuado de Cristo; a un concepto despreciable del yo, un concepto elevado de Cristo.
Por lo tanto, no nos conformemos con tratar
superficialmente esta verdad maravillosa. ¡Quiera Dios, el Espíritu Eterno,
guiarnos ahora a profundizarla!
Antes de considerar lo completo de la
Expiación de Cristo, sería bueno dar un vistazo a la base o causa por la que
fue tan completa. Esto nace de la dignidad infinita de su Persona, su Deidad
constituye la base de su obra perfecta. Garantiza, por así decir, el resultado
glorioso de su Expiación. Fue esto lo que dio perfección y virtud a su Expiación. Fue esto lo que hizo que su
sangre fuera eficaz para perdonar el pecado y para la justicia, de modo que él
logró una justificación completa del alma. Toda su obra hubiera sido incompleta
sin su Deidad. Ningún Salvador creado, ese sueño de los socinianos, podía haber
dado total satisfacción a una Ley infinita quebrantada por el hombre, la cual
clamaba por venganza. ¿Cómo hubiera podido un sacrificio ofrecido por un
supuesto Salvador creado, “magnificar la ley y engrandecerla” (Isa. 42:21)?
¡Totalmente imposible! Un ser
finito la había quebrantado, un Ser infinito tenía que repararla. Se requería
una obediencia que fuera, en todo sentido, igual en gloria y dignidad a la Ley
que había sido violada. Los derechos del gobierno divino tienen que ser
mantenidos, la pureza de la naturaleza divina tiene que ser resguardada y el
honor de la Ley divina tiene que ser vindicada. Para lograrlo, Dios mismo tiene
que hacerse carne; para realizar esto totalmente ¡el Dios encarnado tiene que
morir! ¡Oh profundidad de la sabiduría y de la gracia! ¡Oh amor infinito, amor
inmenso, amor gratuito!... Sellada, como lo está la obra de Cristo, con la
gloria infinita y dignidad de su Deidad, no será tarea fácil ni agradable
considerar su perfección, como se nota, primero, cuando borró por completo
todo pecado, y segundo, cuando
logró la justificación completa de la persona.
El perdón de los pecados del creyente
es un perdón completo. Es el perdón completo de todos sus pecados. No sería ningún perdón si
no fuera un perdón completo.
Si fuera solo borrar parcialmente el espeso nubarrón, si fuera solo una
cancelación parcial de la sentencia de muerte, si fuera el perdón de solo algunos
pecados, entonces el evangelio no sería
buenas nuevas para su alma. La Ley de Dios lo ha declarado culpable de una
violación total. La justicia de Dios demanda una satisfacción equivalente a la
enormidad de los pecados cometidos y de la culpa en la que incurrió. El
Espíritu lo ha convencido de su total impotencia, su completa bancarrota. ¿Qué
alegría podría sentir ante el anuncio de una expiación parcial, de un Salvador a
medias, del pago de una parte de la deuda? No le produciría ni un
ápice de gozo. Al contrario, una burla así ante su desgracia profundizaría la
angustia de su espíritu. Pero, acerquémonos al alma cansada y cargada de pecado
que lamenta su vileza, su impotencia, y proclamémosle el evangelio.
Digámosle que la expiación que Jesús
ofreció en el Calvario fue una satisfacción completa de sus pecados. Que todos sus pecados fueron cargados y borrados
en ese momento terrible. Que el pagaré que la justicia divina tenía contra el
pecador fue cancelado en su totalidad por
la obediencia y los sufrimientos de Cristo, y que, aplacado y satisfecho, Dios está “listo para perdonar”. ¡Qué
hermosos son los pies que llevan noticias tan extáticas como estas! ¿Y acaso no
coinciden perfectamente estas declaraciones con la propia Palabra de Dios? A
ver si lo comprobamos.
¿Qué simbolizaba el arca a la cual
alude el apóstol en Hebreos 9, que contenía el maná, la vara de Aarón y
las tablas del pacto, y sobre el cual estaban los querubines de la gloria
cubriendo el propiciatorio? ¿Qué,
si no la cobertura total del pecado?
Porque así como el propiciatorio del arca escondía la Ley y el Testimonio,
escondió el Señor Jesucristo los pecados de su pueblo escogido, del
pacto, no del ojo omnisciente de Dios, sino del ojo de
la Ley. Quedan legalmente absueltos. Tan completa
fue la obra de Jesús, tan infinita y satisfactoria su obediencia que la Ley de
Dios los pronuncia absueltos, y nunca puede condenarlos.
“Ahora, pues, ninguna condenación hay
para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la
carne, sino conforme al Espíritu” Rom. 8:1). “¿Quién es el que
condenará? Cristo es el que murió” (Rom. 8:34). ¿Cómo podría el Apóstol,
que hablaba la verdad, haber hecho una declaración tan asombrosa y lanzado un
desafío tan intrépido si este punto que estamos queriendo establecer no fuera estrictamente
como afirmamos que es?
¿Y acaso la fraseología que emplea el
Espíritu Santo al anunciar la doctrina del perdón divino no confirma la
afirmación que hemos hecho? “Yo deshice como una nube tus rebeliones, y como
niebla tus pecados; vuélvete a mí, porque yo te redimí” (Isa. 44:22). ¿Dónde estaría
el poder impulsor del motivo para “volver a Dios”, sino sobre la base de que
todo pecado ha sido borrado total y completamente? Esto… somete, vence y reconquista al hijo
descarriado de Dios. Esto…
humilla el alma, profundiza la convicción de su vileza; hace tan aborrecible el
pecado de apartarse, de ingratitud, de rebelión cuando sobre la base de que
borrará total y gratuitamente todo pecado, Dios llama al alma, diciendo:
“Vuelve a mí”: “Yo deshice como niebla tus pecados”, por lo tanto regresa.
Aunque has ido tras otros amantes, aunque te has apartado de mí, olvidándome y
abandonándome, yo “deshice como una nube tus rebeliones...; vuélvete a mí,
porque yo te redimí”. También “En aquellos días y en aquel tiempo, dice Jehová,
la maldad de Israel será buscada, y no aparecerá; y los pecados de Judá, y no
se hallarán” (Jer. 50:20). “Él volverá a tener misericordia de nosotros;
sepultará nuestras iniquidades, y echará en lo profundo del mar todos nuestros pecados”
(Miq. 7:19). ¡Qué verdad asombrosa contienen estos dos pasajes! El primero
declara que si una buscara la iniquidad de Israel y el pecado de Judá, no lo
encontraría. Tan completo habían sido borrados, tan gloriosa fue la obra de Jesús,
tan perfecta su obediencia, que si la Ley de Dios los buscara ––¿y acaso habrá
un lugar que no puede penetrar?–– no los podría encontrar. El segundo declara
qué tan insondable es la profundidad de ese mar de sangre expiatoria que Cristo
derramó, que en ella fueron arrojados, para nunca volver a aparecer, todos
los pecados del creyente. Es así
que el alma temblorosa puede exclamar: “Más a ti te agradó librar mi vida del
hoyo de corrupción; porque echaste tras tus espaldas todos mis pecados” (Isa. 38:17).
¿Y quién puede leer sin profunda
emoción estas conmovedoras declaraciones del Dios del cielo? Reprendiendo con
suavidad a su pueblo errante pero amado, dice Jehová… “Y los limpiaré de toda
su maldad con que pecaron contra mí; y perdonaré todos sus pecados con que
contra mí pecaron, y con que contra mí se rebelaron” (Jer. 33:8).
“Porque como la altura de los cielos sobre
la tierra, engrandeció su misericordia sobre los que le temen. Cuanto está
lejos el oriente del occidente, hizo alejar de nosotros nuestras rebeliones”
(Sal. 103:11-12).
¡Levanten sus ojos, ustedes santos de
Dios que están desconsolados por el temor a la condenación! Vean todos sus
pecados cargados a la cuenta de su Garante soberano. Sí, véanlos todos cargados
sobre él como su sustituto. Véanlo llevándoselos, hundiéndolos en el océano de su
sangre, echándoselos sobre su espalda. ¡Levanten la vista y regocíjense! No
dejen que el resabio de pecado, los restos de corrupción humana les causen que
pasen por alto esta verdad maravillosa: todos sus
pecados
han sido completamente borrados por la sangre expiatoria del adorado Emmanuel. Es cierto,
y es el privilegio de ustedes vivir disfrutándolo en santidad. Recibiéndolo
plenamente en el corazón por la enseñanza del Espíritu Santo, su tendencia será
tener un carácter totalmente santo, santificador y humilde. Debilitará el poder
del pecado. Impulsará el corazón a conformarse a lo divino. Reducirá la influencia
de lo que anhelan los sentidos, expulsará el amor por el mundo y por el yo,
impartirá compasión a la conciencia y causará que el alma ande con cuidado:
“Para que andéis como es digno del Señor, agradándole en todo, llevando fruto
en toda buena obra, y creciendo en el conocimiento de Dios” (Col. 1:10).
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