ARREPENTIMIENTO
Y CONVERSIÓN
El arrepentimiento pertenece exclusivamente
a la religión de pecadores. No corresponde en los ejercicios de criaturas no caídas.
El que nunca ha cometido una acción pecaminosa ni ha tenido una naturaleza
pecaminosa tampoco necesita ser perdonado. En cambio, los pecadores necesitan
todas estas bendiciones. Para ellos son indispensables. La maldad del corazón
humano lo hace necesario.
Bajo todas las dispensaciones, desde que nuestros primeros
padres fueran expulsados del Jardín del Edén, Dios ha insistido en el arrepentimiento.
Entre los patriarcas, Job dijo: “Por tanto me aborrezco, y me arrepiento en
polvo y ceniza” (Job 42:6). Bajo la Ley, David escribió
los salmos treinta y dos y cincuenta y uno. Juan el Bautista clamaba:
“Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado” (Mat. 3:2). Le descripción de Cristo de sí mismo es
que: “No he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Mar. 2:17). Justo antes de su ascensión, Cristo mandó:
“Que se predicase en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados en
todas las naciones, comenzando desde Jerusalén” (Luc.
24:47). Y los apóstoles enseñaron la misma doctrina “testificando a
judíos y a gentiles acerca del arrepentimiento para con Dios, y de la fe en
nuestro Señor Jesucristo” (Hech. 20:21).
De modo que cualquier
sistema de religión entre los hombres que no incluye el arrepentimiento es
falso… Esta doctrina no estará por demás mientras exista el mundo.
Aunque el arrepentimiento es un deber obvio y demandado con frecuencia,
no puede ser llevado a cabo verdadera y aceptablemente excepto por la gracia de
Dios. Es un regalo del cielo. Pablo le instruye a Timoteo que con mansedumbre
instruya a los que se oponen a ellos: “Por si quizá Dios les conceda que se
arrepientan para conocer la verdad” (2 Tim. 2:25).
Cristo es exaltado como un Príncipe y un Salvador “para dar... arrepentimiento”
(Hch. 5:31). Por eso, cuando los paganos eran salvos,
la iglesia glorificaba a Dios, diciendo: “¡¡De manera que también a los
gentiles ha dado Dios arrepentimiento para vida!!” (Hch.
11:18).
Todo esto coincide con el tenor de las promesas del Antiguo
Testamento.
Allí Dios dice que él hará esta obra por nosotros y en
nosotros. Escuchen sus palabras llenas de gracia: “Os daré corazón nuevo, y
pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón
de piedra, y os daré un corazón de carne. Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu,
y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por
obra” (Eze. 36:26, 27).
Por lo tanto, el verdadero arrepentimiento es una misericordia especial del
Señor. Él lo da. No procede de ningún otro. Es imposible que la pobre
naturaleza caída se levante a sí misma por sus propias fuerzas como para
realmente arrepentirse. El corazón está aferrado a sus propios caminos y
justifica sus propias trayectorias pecaminosas con una obstinación incurable hasta
que la gracia divina realiza el cambio. Ninguna motivación para hacer el bien
es lo suficientemente fuerte para vencer la depravación del corazón natural del
hombre.
Si alguna vez hemos
de lograr su gracia, tiene que ser por el gran amor de Dios a los hombres que
perecen.
Aun así, el arrepentimiento es muy razonable. Nadie actúa
sabiamente hasta que se arrepiente. Cuando el hijo pródigo volvió en sí, fue directamente
a su padre. Es tan obviamente correcto que el que ha hecho lo malo esté tan
absolutamente arrepentido de ello que no lo vuelva a hacer, que algunos infieles
han asegurado que la religión natural, sin la Biblia, ya enseña todo lo
necesario sobre el arrepentimiento. Pero esto es un error. La verdadera
doctrina del arrepentimiento no se entiende en ninguna otra parte más que en
los países cristianos, y ni siquiera allí lo creen los incrédulos. Además, lo
que se requiere de nosotros puede ser muy razonable, y aun así muy repugnante
para el corazón de los hombres. Cuando se nos llama a hacer algo que somos
renuentes a hacer, nos convencemos fácilmente que es irrazonable que quieran
que lo hagamos. Por lo tanto, nos es siempre provechoso tener un mandato
obligatorio de Dios que nos toca la conciencia. Es realmente
benevolente por parte de Dios hablarnos con tanta autoridad sobre este tema.
Dios “ahora manda a todos los hombre en todo lugar, que se arrepientan”
(Hch. 17:30). La razón del
mandato es que todos los hombres en todas partes son pecadores. Nuestro bendito
Salvador era sin pecado, y por supuesto, no se podía arrepentir. Con esa sola
excepción, desde la Caída no ha habido ni un justo que no necesitara
arrepentimiento. Y nadie es más digno de lástima que esos pobres que se engañan
a sí mismos no viendo en su corazón y su vida nada de lo cual arrepentirse.
Pero, ¿qué es el
verdadero arrepentimiento? Esta es una pregunta de suma importancia. Merece
nuestra cuidadosa atención.
La siguiente es probablemente una definición tan buena como
jamás se haya dado. “El arrepentimiento
para vida es una gracia evangélica por la cual un pecador… se aflige por sus
pecados y los odia, movido no sólo por la vista y el sentimiento del peligro,
sino también por lo inmundo y aborrecible de ellos que son contrarios a la
santa naturaleza y a la justa ley de Dios. Y al comprender la misericordia de
Dios en Cristo para los que están arrepentidos, se aflige y odia sus pecados,
de manera que se vuelve de todos ellos hacia Dios, proponiéndose y esforzándose
para andar con él en todos los caminos de sus mandamientos”.
Que esta definición
es válida y bíblica se va haciendo cada vez más claro a medida que se examina más a fondo. El
verdadero arrepentimiento es dolor por el
pecado, que termina en una reforma. Meramente lamentarse no es
arrepentimiento, tampoco lo es solo una reforma exterior. No
es una imitación de la virtud, es la virtud misma…
Aquel que realmente se arrepiente, siente, principalmente,
dolor por sus pecados.
Aquel cuyo arrepentimiento es
superficial, se preocupa principalmente de sus consecuencias. El primero lamenta principalmente que
ha hecho el mal; el último que ha incurrido en el mal. Uno se lamenta profundamente de
que merece castigo; el otro que tiene que sufrir un castigo. Uno aprueba la Ley
que lo condena; el otro piensa que lo tratan con dureza, y que la Ley es
rigurosa. Al arrepentido sincero, el pecado le parece extremadamente
pecaminoso; para el que siente pesar de un tipo mundano, el pecado, en cierta
forma, le resulta agradable. Se lamenta que sea prohibido. Uno dice que es cosa
impía y amarga pecar contra Dios, aun si no va seguido de castigo.
El otro, no ve nada
de malo en una transgresión si no va seguida por dolorosas consecuencias. Si no
hubiera infierno, el primero todavía querría ser liberado del pecado. Si no hubiera
retribución, el otro pecaría con más ganas. El verdaderamente arrepentido es
principalmente adverso al pecado porque es una ofensa contra Dios. Esto abarca
todos los pecados de toda descripción. Pero a menudo se ha observado que dos
clases de pecados parecen pesarle
mucho a la conciencia de aquel cuyo arrepentimiento es según
lo que Dios establece.
Estos son pecados secretos
y pecados de omisión. Pero, en un arrepentimiento superficial
la mente se inclina a enfocarse en los pecados públicos y en los pecados de comisión. El arrepentido auténtico conoce la
plaga de un corazón impío y de una vida sin fruto. El arrepentido superficial
no se preocupa del estado del corazón, más bien se preocupa de que su
comportamiento pueda arruinar lo que aparenta ser o su reputación.
Es cierto que muchas veces algún pecado en particular es muy
prominente en los pensamientos del verdaderamente arrepentido. Pedro lloró
amargamente por haber negado a su Señor. David dice acerca del asunto con
Urías: “Mi pecado está siempre delante de mí” (Sal. 51:3).
Sobre estas palabras, Lutero dice: “Es decir, mi pecado me obsesiona, no me
deja tranquilo, ni en paz; cuando como o bebo, dormido o despierto, estoy
siempre aterrado por la ira y el juicio de Dios”. Y con cuánta frecuencia y con cuánto arrepentimiento se refiere Pablo al gran
pecado de su vida: el homicidio de los
santos… Pero aunque un pecado sea el primero
o el que llene más profundamente la mente, en el verdadero arrepentimiento la mente no se queda allí. La mujer samaritana fue primero hallada culpable de vivir con
un hombre que no era su esposo.
Pero luego dice que Cristo le dijo todas las cosas que
alguna vez había hecho. En el día de Pentecostés, Pedro se esforzó por
convencer a sus oyentes de la culpa de ellos por la muerte de Cristo. En esto
tuvo bastante éxito. El resultado fue que se arrepintieron de todo pecado y se convirtieron
a Dios. “Aquel que se arrepiente del pecado como pecado, se arrepiente
implícitamente de todo pecado”. En cuanto descubre muy claramente la naturaleza
pecaminosa de algo, lo aborrece. Un pensamiento impío, no menos que una palabra
vil o una mala acción, es aborrecible para el verdaderamente arrepentido. La
promesa dice: “Y se avergonzarán de sí mismos, a causa de los males que
hicieron en todas su abominaciones”. Tanto que si ni hubiera en el universo más
seres que
Dios y el verdaderamente arrepentido, tendría los mismos
sentimientos de dolor y humillación que tiene ahora. Y si en lugar de
innumerables ofensas tuviera conciencia de comparativamente pocas, la
naturaleza de sus procesos mentales sería la misma que ahora. Por lo tanto, es
cierto que el que honestamente se arrepiente de pecado, se arrepiente de todo pecado.
Cambiar un pecado por otro, aun si fuera menos burdo o más secreto, no es más
que renunciar a un enemigo de Dios para formar una alianza con otro.
El arrepentido auténtico tampoco teme humillarse demasiado.
No mide los grados de auto humillación delante de Dios. Tomaría el lugar más
bajo. Dice: “He aquí que soy vil; ¿qué te
responderé?” (Job 40:4). “Dios, tú conoces mi insensatez, y mis pecados no te son
ocultos” (Sal. 69:5).
“Todas nuestras justicias [son] como trapo de
inmundicia” (Isa. 64:6). “Yahweh, si mirares a los pecados, ¿quién, oh Señor, podrá
mantenerse?” (Sal. 130:3). “Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia;
conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones” (Sal. 51:1). No es natural que el que está genuinamente
humillado de corazón delante de Dios sea cuidadoso de no postrarse demasiado en
el polvo. El gran temor es, después de todo, ser orgulloso y autosuficiente.
El verdadero arrepentimiento también lleva en sí mucha
vergüenza.
Esto tiene que ver no solo con crímenes públicos y
vergonzosos, sino también con crímenes secretos, pensamientos vanos y fantasías
malignas:
“Dios mío, confuso y avergonzado estoy para levantar,
oh Dios mío, mi rostro a ti” (Esd. 9:6); “Muestra a la
casa de Israel esta casa [templo] y avergüéncense de sus pecados” (Eze. 43:10). El que no se sonroja por sus pecados nunca se ha avergonzado realmente de
ellos, nunca los ha dejado de verdad y de
corazón… Ni esta vergüenza desaparece con la esperanza
de perdón, sino que más bien por ella aumenta. Por eso Dios dice: “Estableceré
contigo un pacto sempiterno. Y te acordarás de tus caminos y te avergonzarás...
sino por mi pacto que yo confirmaré contigo; y sabrás que yo soy Jehová; para
que te acuerdes y te
avergüences, y nunca más abras la boca, a
causa de tu vergüenza, cuando yo perdone todo lo que hiciste, dice Jehová el
Señor” (Esd. 16:60b,
61ª, 62-63). Sobre este punto la experiencia cristiana universal
coincide plenamente con la Palabra de Dios.
Pablo nunca se perdonó por sus crueles
persecuciones. Pedro nunca dejó de tener vergüenza por su cobarde negación de nuestro Señor. David nunca dejó
de avergonzarse por su conducta vil.
El arrepentido auténtico también se reforma. Una vida santa
es el fruto invariable de un arrepentimiento genuino: “Si
hice mal, no lo haré más” (Job 34:32)…
Cuando Efraín se arrepintió sinceramente, renunció totalmente a la idolatría,
diciendo: “¿Qué más tendré ya con los ídolos?” (Ose. 14:8). El que no confiesa realmente el pecado no
lo abandona. El que aborrece el pecado se aparta de él. No era la costumbre de
David cometer homicidios y adulterios, aunque una vez hiciera ambos; ni de Pedro
negar a su Señor, y maldecir, aunque una vez fue culpable de las dos cosas. El
verdadero arrepentido no está dispuesto a estar siempre pecando y
arrepintiéndose. Leemos con frecuencia “obras dignas de arrepentimiento” o
“frutos dignos de arrepentimiento”. Pablo habiendo dicho que “Porque la tristeza que es según Dios produce arrepentimiento
para salvación, de que no hay que arrepentirse; pero la
tristeza del mundo produce muerte” (2 Cor.7:10)
da una descripción muy viva de los efectos del verdadero arrepentimiento: “Porque he aquí, esto mismo de que hayáis sido contristados
según Dios, ¡¡qué solicitud produjo en vosotros, qué defensa, qué indignación,
qué temor, qué ardiente afecto, qué
celo, y qué vindicación!!” (2 Cor. 7:11).
El arrepentimiento auténtico también toma sus motivaciones principales
de los aspectos más benignos del carácter divino y de las dulces influencias de
la cruz. No es tanto la severidad como la misericordia de Dios lo que ablanda
el corazón. “Su benignidad te guía al
arrepentimiento” (Rom. 2:4). El corazón
se ablanda cuando ve la bondad de Dios y su propia vileza. Nadie sino un alma
no tocada por el dedo de Dios, querría ser malo porque Dios es bueno, o
consentir a una carrera de necedades porque el Señor es misericordioso. El arrepentimiento
para vida considera invariablemente no solo la bondad de Dios en la creación y
sus providencias, sino que tiene un aprecio especial por la obra de redención “Y mirarán a mí, a quien traspasaron, y llorarán como se
llora por hijo unigénito, afligiéndose por él como quien se aflige por el primogénito”
(Zac. 12:10).
Esto se menciona especialmente como la razón del arrepentimiento
de los tres mil el día de Pentecostés. Y lo sigue siendo. Nada quebranta el
corazón más que contemplar al Cristo crucificado. Esto se hace solo por la fe.
No puede haber arrepentimiento evangélico sin fe salvadora. De hecho, “las verdaderas
lágrimas de arrepentimiento fluyen del ojo de fe”. “Arrepentíos y creed el
evangelio” no son cosas separadas, aunque sean deberes distintos. El que
sinceramente hace lo uno nunca omite lo otro.
El que carece de una de estas gracias nunca logra la otra.
Por lo tanto, el arrepentimiento auténtico siempre está también ligado al amor.
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