} EL CAMINO: LA SALVACIÓN ES POR FE EN JESUCRISTO: LA OBRA PENAL DE CRISTO

martes, 24 de julio de 2018

LA OBRA PENAL DE CRISTO


  

                  La Biblia enseña claramente que Dios es santo y justo, y que “justicia y juicio” —no “amor y pureza”— son el cimiento del “trono” de Dios (Sal. 89:14). Por lo tanto, existe aquello en la Esencia Divina que aborrece el pecado por su pecaminosidad intrínseca, tanto con respecto a la contaminación como la culpabilidad.
Las perfecciones de Dios se hacen notar, entonces, por lo que prohíbe y por lo que castiga. Juró que “el alma que pecare, esa morirá” (Eze. 18:4). Por lo tanto, a fin de ofrecer una satisfacción total a Dios, el pecado tiene que ser castigado; la pena de la Ley debe ser aplicada. En consecuencia, como Salvador de su Iglesia, Cristo tuvo que sufrir como sustituto, la condenación de la Ley.
Lo que ahora trataré de mostrar es que los sufrimientos y la muerte de Cristo fueron el precio pagado a favor de la justicia divina por los pecados de su pueblo. La palabra precio que aparece en nuestra Biblia es una traducción equivalente a la palabra hebrea para expiación. “Y no tomaréis precio por la vida del homicida, porque está condenado a muerte, indefectiblemente morirá. Ni tampoco tomaréis precio del que huyó a su ciudad de refugio, para que vuelva a vivir en su tierra, hasta que muera el sumo sacerdote” (Núm. 35:31-32).
La profunda humillación a la que fue sujeto el Hijo de Dios al tomar la forma de siervo, siendo hecho “en semejanza de carne de pecado”, fue una imposición judicial impuesta por el Padre, pero a la cual se sometió voluntariamente. La finalidad misma de su humillación, su obediencia y sus sufrimientos es penal, porque era para satisfacer las demandas de la Ley de Dios sobre su pueblo. Al “nacer bajo la ley” (Gál. 4:4), Cristo se sujetó a todo lo que la Ley ordena: “Pero sabemos que todo lo que la ley dice, lo dice a los que están bajo la ley” (Rom. 3:19), lo cual significa que la Ley requiere el cumplimiento de sus estipulaciones. “Cristo, en nuestro lugar, por su acción y sufrimiento satisfizo la justicia divina… la legislativa, la punitiva y la vengativa a la perfección, cumpliendo la justicia y rectitud de la Ley, que esta requería a fin de otorgarnos impunidad y de que tengamos derecho a la vida eterna”.
“Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos” (1 Ped. 3:18). No debemos limitar esta referencia a lo que Cristo sufrió a manos de Dios mientras estaba en la cruz, ni a todo lo que pasó ese día y la noche anterior. ¡Cuidado con limitar la Palabra de Dios! No. Aquí se incluye la totalidad de su humillación. Toda la vida de Cristo fue de sufrimientos. Por eso fue llamado “Hombre de dolores”, no meramente “dolor”. Desde su nacimiento hasta su muerte, el sufrimiento y el dolor lo señalaron como su Víctima legítima. Siendo un infante, fue obligado a ir al exilio para escapar de la furia de los que querían quitarle la vida. Eso no fue más que un precursor profético de toda su vida humana. La copa del sufrimiento, que comenzó a beber en Belén, la siguió bebiendo hasta la última gota amarga en el Calvario.
Soportó toda variedad de sufrimientos. Padeció la pobreza en su expresión más grave. Nacido en un establo, sin ser dueño de ninguna cosa material sobre la tierra, dependiendo de la caridad de los demás
(Luc. 8:3), estando muchas veces situado aún más bajo que las órdenes inferiores de la creación (Mat. 8:20). Sufrió los reproches más amargos.
Las acusaciones más malignas, las difamaciones más viles, los sarcasmos más hirientes se dirigieron contra su persona y su carácter.
Lo insultaron por ser glotón, bebedor de vino, impostor, blasfemo y diablo. Por ello lo escuchamos clamar: “El escarnio ha quebrantado mi
corazón” (Sal. 69:20). Sufrió la experiencia de la tentación en toda su
malignidad. El príncipe de las tinieblas lo atacó con todo su ingenio y poder, causando que lo atacaran sus legiones infernales, arremetiendo
contra él como “toros de Basán”, como leones rapaces y rugientes (Sal.
22:12-13). Sobre todo, sufrió la ira de Dios, de modo que estaba “muy triste, hasta la muerte” (Mat. 26:38), “en agonía” (Luc. 22:44), y, por último “abandonado por Dios”.
¿Cuál, pues, es la explicación de estos “sufrimientos” sin paralelos?
¿Por qué fue seguida esta obediencia totalmente perfecta por el castigo más terrible? ¿Por qué esta santidad inmaculada fue visitada por la angustia indecible? David declaró: “Y no he visto justo desamparado”
(Sal. 37:25). ¿Por qué, pues, fue el Justo abandonado por Dios? Hay una sola respuesta posible. Solo una respuesta abarca totalmente todos los hechos del caso. Solo una respuesta absuelve al gobierno de Dios. Al
tomar el lugar de los pecadores ofensores, Cristo se vio obligado a cumplir todo lo que en realidad era responsabilidad de ellos. Esto involucraba cargar con los pecados de ellos, ser cargado con su culpa, sufrir el castigo de ellos. En consecuencia, Dios lo trató como el representante de su pueblo criminal, inflingiéndole todo lo que los pecados de ellos merecían. Como el Sustituto que cargaba el pecado de su pueblo, Cristo fue expuesto justamente a todas las consecuencias terribles de la manifestación del desagrado de Dios.
En la antigüedad se postuló la pregunta: “¿qué inocente se ha perdido?” (Job 4:7), a la cual podemos contestar sin la más mínima vacilación: “Nadie”. Dios nunca ha herido ni nunca herirá al inocente.
Por lo tanto, antes de que su ira punitiva pudiera caer sobre Cristo, los pecados de su pueblo tenían que ser transferidos a él, y esto es precisamente lo que las Escrituras dicen. Es notable que esto fuera anunciado mucho tiempo antes en el gran Día Anual de Expiación de
Israel: “Y pondrá Aarón sus dos manos sobre la cabeza del macho cabrío vivo, y confesará sobre él todas las iniquidades de los hijos de Israel, todas sus rebeliones y todos sus pecados, poniéndolos así sobre la cabeza del macho cabrío” (Lev. 16:21). También fue claramente profetizado: “Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros... habiendo él llevado el pecado de muchos” (Isa. 53:6, 12). Y además lo afirma expresamente el Nuevo Testamento: “Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos” (Heb. 9:28). Volvemos a señalar que no existe en estos pasajes ninguna indicación de que Cristo cargara los pecados de su pueblo solo cuando estuvo colgado en la Cruz. Sabemos que esto último es lo que muchos han afirmado, pero al hacerlo no solo han sido culpables de agregar a la Palabra de Dios algo que no dice, sino que de plano también la han contradicho.
Ya hemos señalado que la expresión en Romanos 8:3, que dice que fue hecho “en semejanza de carne de pecado”, presupone claramente la transferencia de los pecados de su pueblo a Cristo, y que lo que sucedió
inmediatamente después de su nacimiento coincide totalmente con este hecho y no puede entenderse de otra manera. Que fue “circuncidado” (Luc. 2:21) no solo prueba que fue “hecho semejante a los hombres” (Fil. 2:7), sino que evidenció que había sido hecho “en semejanza de carne de pecado”. También la “purificación” ceremonial de su madre (Luc. 2:22) y su presentación de una ofrenda como “expiación” (Lev. 12:2, 6) estuvo en perfecta conformidad con el hecho que, aunque la humanidad de Jesús era inmaculada, entró en este mundo oficialmente culpable.

De pequeñitos pecamos: “Se apartaron los impíos desde la matriz; se descarriaron hablando mentira desde que nacieron” (Sal. 58:3), y por lo tanto, siendo niño, Cristo sufrió. Sufrió, no solo como nuestro
Sustituto, sino porque nuestros pecados le habían sido transferidos. De jóvenes pecamos; y de joven, Cristo sufrió, y sufrió a manos de Dios como lo testifican claramente sus propias palabras: “Yo estoy afligido y menesteroso; desde la juventud he llevado tus terrores, he estado medroso” (Sal. 88:15). En la flor de la vida pecamos; y en la flor de su vida, Cristo sufrió. Refirámonos nuevamente a los ataques que enfrentó
a manos de Satanás. Hebreos 2:18 nos dice que “padeció siendo tentado” y que ese mismo sufrimiento fue penal. Que Cristo “sufriera” bajo Satanás fue algo designado y determinado como una imposición de Dios como lo prueba la declaración que: “Entonces Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el diablo” (Mat. 4:1).
Habiendo el hombre permitido que Satanás lo venciera, por una sentencia justa, Dios lo ha entregado como esclavo a su tiranía. Por lo tanto fue necesario que Cristo, como Sustituto de su pueblo pecador, se expusiera a los acosos del diablo, para que en este sentido también satisficiera la justicia divina. De seguro Satanás y sus agentes nunca
hubieran podido atacar a Cristo si no hubiera sido (legalmente) acusado como culpable de nuestros crímenes a los cuales Dios en su justicia lo expuso para que ellos lo matasen (Hech. 2:23). Los mismos escogidos, como pecadores, estaban sujetos al poder de Satanás (Col. 1:13), y esto por la sentencia justa del Juez de toda la tierra. Por lo tanto no solo eran “botín del valiente” sino también “cautivos del tirano” (Isa. 49:24). De este modo, así como Cristo vino como Garante en el lugar de ellos, él, en virtud de la sentencia de Dios, también fue sujeto a los ataques de Satanás.
“La obediencia pasiva o sufriente de Cristo no tiene que limitarse a lo que experimentó en el Getsemaní y en la cruz. Su sufrimiento fue la culminación de su dolor expiatorio, pero no su totalidad. Todo en su carrera humana y terrenal que fue angustioso fue por obediencia pasiva. Jonathan Edwards tuvo razón al decir que la sangre de la circuncisión de Cristo fue una parte tan real de la expiación vicaria como la sangre que fluyó de su costado traspasado. Y no solo fue expiatorio su sufrimiento físico, sino que también lo fue su humillación”. “La satisfacción o propiciación de Cristo consiste en sufrir la maldad, o en ser objeto de humillación… Cualquier cosa a la que Cristo fue sujeto, lo cual era el fruto judicial del pecado, tenía la naturaleza de la satisfacción por el pecado. Pero no solo un sufrimiento verdadero, sino toda humillación y depresión del estado y las circunstancias de la humanidad (naturaleza humana) por debajo de su honor y dignidad (por ejemplo el que su cuerpo quedara muerto, y el cuerpo y alma quedaran separados) son frutos judiciales del pecado”.
Cuando las Escrituras hablan de la satisfacción de Cristo, se refieren
a todos sus sufrimientos en general. “Ciertamente llevó él nuestras
enfermedades, y sufrió nuestros dolores” (Isa. 53:4), es decir sufrió todas las enfermedades y los dolores que nosotros merecíamos por nuestro pecado. Es necesario notar cuidadosamente que la declaración inspirada “mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros” (Isa. 53:6) viene antes de “angustiado él” y antes de “como cordero fue llevado al matadero”. Era en los inicios de su ministerio público, y no mientras colgaba en la Cruz, que Dios impulsó a unos de sus siervos a exclamar: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29). Cristo fue llevado “al matadero” antes de las tres horas de oscuridad, pero aun entonces sentía “aflicción”, y nuestra iniquidad le fue adjudicada. Este mismo capítulo (Isa. 53) adjudica nuestra “curación” a los azotes que recibió de los hombres, así como otros pasajes claramente atribuyen nuestra liberación de la maldición de la Ley por medio del hecho de que Dios visitó a Cristo con la maldición de la Ley.
“Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo” (1 Ped. 2:21). “Sufrir denota aquí estar en aflicción, porque todos esos sufrimientos a los que se refiere este versículo son los que Cristo nos dejó como un ejemplo de paciencia. Él afirma que esos sufrimientos son a causa de nosotros, es decir, experimentados en nuestro lugar al igual que para nuestro bien.
Porque esto es lo que comúnmente significa la palabra huper… y es el verdadero significado que Pedro le da, entonces llegamos a la conclusión que en 3:18 dice “Cristo padeció... por los pecados” (1 Juan
4:10)8.
Cuando son enfatizados los derechos soberanos de Dios, por lo general surge la objeción de que con ello estamos “reduciendo al  hombre a una mera máquina”. Hay muchas personas preparadas para defender la idea de la responsabilidad humana. Pero rara vez escuchamos algo acerca de la responsabilidad transferida. No obstante, es en este punto donde radica una de las principales maravillas y glorias del evangelio. La responsabilidad del pueblo de Dios fue transferida a Cristo, él cargó con las cosas por las cuales nosotros éramos responsables y se hizo cargo de nuestras deudas, cumpliendo con todas las demandas de la Ley en contra de estas. Si este no hubiera sido el caso, ¿cómo hubiera podido Dios con justicia cargar las iniquidades de su pueblo sobre la cabeza de su Santo Hijo? Y menos aún haber hecho que la espada de la Justicia lo hiriera. Fue porque Cristo fue “hecho pecado” por nosotros que también fue “hecho maldición” por nosotros, lo último no podría ser sin lo primero. Como este es un punto de vital importancia, tenemos que ampliar un poquito más nuestra explicación.
Hebreos 7:22 declara que Cristo es el Garante de un pacto mejor:
Fue el Patrocinador de su pueblo, tal como Judá lo fue de Benjamín:
“Yo te respondo por él; a mí me pedirás cuenta. Si yo no te vuelvo a traer, y si no lo pongo delante de ti, seré para ti el culpable para siempre” (Gén. 43:9). O, como lo fue Pablo de Onésimo: “Y si en algo te dañó, o te debe, ponlo a mi cuenta. Yo Pablo lo escribo de mi mano, yo lo pagaré” (Filemón 1:18-19). Del mismo modo, Cristo se comprometió ante su Padre por nosotros: “Cárgame a mí lo que te deben, y yo lo pagaré”. “Un garante, cuyo nombre se incluye en un pagaré, no solo está obligado a pagar la deuda, sino que también hace suya la deuda, como si fuera de hecho el deudor primario, por lo que puede ser demandado por el pago de la deuda. De la misma manera Cristo, cuando se puso como Garante, tomó el lugar de los pecadores; que lo que la Ley podría cargarles a ellos, se lo cargara a él”.
Cristo tuvo que cargar con la culpa de nuestras transgresiones antes de poder cargar con nuestro castigo, y de este modo satisfacer la justicia divina por nosotros. Que en realidad lo hizo, lo demuestran sus propias palabras. Es, en efecto, extraordinario saber cómo fue que Cristo realmente se adueñó de nuestros pecados como si fueran de él.
Primero, en el Salmo 40: Sabemos que este salmo es mesiánico porque
Hebreos 10 lo cita; que contiene las palabras de Cristo se hace muy evidente en los versículos 7-11. Sigue siendo el que habla en el versículo 12 donde declaró: “Porque me han rodeado males sin número; me han alcanzado mis maldades, y no puedo levantar la vista. Se han aumentado más que los cabellos de mi cabeza, y mi corazón me falla”. ¡Qué confirmación de que los pecados de su pueblo le fueron transferidos a él! Segundo, en el 69, otro gran salmo mesiánico, también lo encontramos diciendo: “Dios, tú conoces mi insensatez, y mis pecados no te son ocultos” (v. 5). ¡Sin lugar a dudas estas palabras muestran que nuestros pecados le habían sido adjudicados a él! Esos pecados fueron suyos no porque los hubiera cometido, sino porque le fueron imputados.
“Quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (1 Pedro 2:24). “‘Nuestros pecados’ aquí indica que somos merecedores del castigo por nuestras violaciones a la Ley divina y de las consecuencias de esas violaciones. En otras palabras, culpabilidad en el sentido de haber recibido la sentencia de lo que sería el castigo, y el castigo mismo”… Al tomar el lugar de su pueblo, Cristo se hizo responsable de la justicia de Dios en nombre de ellos. Sea lo que fuere que debían, tenía que ser cobrado a su Fiador. Él tiene que pagar sus deudas, sufrir la pena total de sus iniquidades y recibir la carga del pecado en lugar de ellos. Cristo se expuso ahora a todo lo que la santidad de Dios tiene que imponer sobre el pecado. Por lo tanto leemos: “Cristo nos redimió de la maldición de la ley; hecho por nosotros maldición (porque está escrito: Maldito todo el que es colgado en un madero)” (Gál. 3:13). “La cruz era maldita, no solo en la opinión de los hombres, sino por el decreto de la Ley divina. Por lo tanto, cuando Cristo fue levantado en la cruz, se entregó como individuo
repugnante, objeto de la maldición”.
El mismo método de muerte que Dios determinó para su Hijo nos revela la naturaleza penal de este. La Cruz no fue meramente un “accidente”, como si no importara de qué manera murió. Las razones fundamentales hicieron necesario que el Garante muriera una muerte que era detestable para Dios; de allí la referencia frecuente en el Nuevo Testamento a la “cruz” y el “madero” (cf. Juan 12:32-33). En el Calvario, la terrible maldición de Dios sobre el pecado fue exhibida, de la cual la cruz no era la causa sino el símbolo (cf. Juan 3:14). Bajo la Ley Mosaica, (a la cual se refiere el Apóstol en Gál. 3:13), colgar de un madero era una muerte reservada para los peores criminales. De allí, la fuerza de la palabra madero en 1 Pedro 2:24. Cristo colgado de un madero era el testimonio público de la maldición de Dios sobre él. “La causa de la maldición no era porque colgara en un madero, sino por el pecado que se le cargó. Ese modo de castigar demostraba que era objeto del desagrado santo de Dios, no porque colgara en el madero, sino porque era el portador de los pecados. Ahora se le aplicaba el castigo de las ofensas por las cuales esa pena ignominiosa le fue dada. La sabiduría divina determinó que el que cargara con los pecados del mundo debía ser expuesto como una maldición, porque con ello se exhibía del modo más terrible posible el desagrado divino”.
En cuanto al porqué y el método de la muerte seleccionado por Dios de todos los demás posibles —envenenamiento, lapidación, decapitación, etc.— Génesis 3 da la respuesta: “De la manera que el pecado fatal que difundió la maldición sobre la raza humana se relacionaba con el ‘árbol’ prohibido, Dios ordenó sabiamente que el último Adán expiara el pecado por medio de ser suspendido en un madero; y determinó en la Ley (Deut. 21:22-23) que el tal fuera símbolo de la maldición que recordara a todos los hombres el origen de la maldición divina sobre el mundo. No quitaría la maldición de ninguna otra manera”. Entre los romanos, la muerte por crucifixión era la peor humillación posible. Era el más degradante de los castigos, impuesto solo a los esclavos y a la gente más ruin. Si un hombre libre era condenado alguna vez a ser crucificado por crímenes graves, como ser robo, traición a la patria o sedición, la sentencia no podía cumplirse hasta que se le pusiera bajo la categoría de esclavo, y eso por medio de la peor de las humillaciones. Les era quitada la libertad con azotes serviles y flagelaciones, como sucedió con Cristo. De este modo, la
maldición de la Ley de Dios fue ejecutada sobre la Cabeza y el Sustituto de su pueblo. Predicar a “Cristo crucificado” (1 Cor. 1:23) es proclamar y exponer que “fue hecho maldición por nosotros”.
Porque Cristo fue “hecho pecado” y “hecho maldición” a favor de su pueblo, la ira de la santidad de Dios se encendió contra él y la espada de la justicia lo traspasó. “Levántate, oh espada, contra el pastor, y contra el hombre compañero mío, dice Jehová de los ejércitos. Hiere al pastor” (Zac. 13:7; cf Mat. 26:31). Dios le infligió el castigo a Cristo como si hubiera sido él mismo el ofensor. “Con todo eso, Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento. Cuando haya puesto su vida en expiación por el pecado...” (Isa. 53:10). Todos los sufrimientos del hombre infligidos directamente por Dios o indirectamente por Satanás o los hombres (Jer. 2:15-17), son por los deméritos del pecado. Así también todos los sufrimientos de Cristo —recibidos del hombre, Satanás o Dios— surgieron por los deméritos de los pecados de su pueblo imputados a su Sustituto.
El castigo que Dios dio a Cristo era justo el castigo que su pueblo merecía. Que fue maldito por Dios es evidente por haber colgado del madero. Que recibió la paga del pecado fue evidente porque Dios lo abandonó. Que fue contado con los transgresores se ve en que murió entre dos ladrones. Es cierto, no sufrió eternamente, porque la eternidad de nuestro castigo fue solo una circunstancia que surgió por nuestra incapacidad de sufrir todo el peso de la ira de Dios en un lapso breve de tiempo, y por lo tanto, la corta duración de los sufrimientos de
Cristo no es una objeción válida contra la singularidad del castigo que recibió. Por otra parte, la dignidad infinita que caracterizaba a Cristo más que compensó la Ley. “Para el ojo culto, se encuentra en la cruz otra inscripción además de la que ordenó poner Pilato, que dice así: LA
VÍCTIMA DE LA CULPABILIDAD. LA PAGA DEL PECADO”.

¡Esta es mi apelación, oh, Señor! Con esta apelación me presento ¡Oh bendito Señor! En el momento de creer y morir en Jesucristo, tú justificaste todos mis pecados en el tribunal de gloria, tanto mi culpa como mi castigo. En cuanto creí, me perdonaste todos mis pecados, me perdonaste todas mis iniquidades, borraste todas mis transgresiones y en el momento de creer curaste todos mis pecados; en el momento de creer me libraste del estado de condenación y me mostraste la importancia de la gran salvación. Cuando por primera vez creí, fui unido a Jesucristo, y fui arropado con la justicia de Cristo, la cual cubrió todos mis pecados y me libró de todas mis transgresiones. Oh Señor, recuerda que en el preciso instante de mi disolución tú realmente, perfectamente, universalmente y definitivamente me perdonaste todos los pecados.
Sí murió. Sí entregó su vida. Sí hizo de su alma una ofrenda por mis pecados. Sí fue hecho maldición. Sí sufrió tu ira infinita. Sí satisfizo completamente y compensó totalmente tu justicia por todos mis pecados, deudas y transgresiones.










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