La
Biblia enseña claramente que Dios es santo y justo, y que “justicia y juicio”
—no “amor y pureza”— son el cimiento del “trono” de Dios (Sal. 89:14). Por lo
tanto, existe aquello en la Esencia Divina que aborrece el pecado por su
pecaminosidad intrínseca, tanto con respecto a la contaminación como la
culpabilidad.
Las perfecciones de Dios se hacen notar, entonces, por lo
que prohíbe y por lo que castiga. Juró que “el alma que pecare, esa morirá”
(Eze. 18:4). Por lo tanto, a fin de ofrecer una satisfacción total a Dios, el pecado
tiene que ser castigado; la pena de la Ley debe ser aplicada. En consecuencia,
como Salvador de su Iglesia, Cristo tuvo que sufrir como sustituto, la
condenación de la Ley.
Lo que ahora trataré de mostrar es que los sufrimientos y la
muerte de Cristo fueron el precio pagado a favor de la justicia divina por los pecados
de su pueblo. La palabra precio que aparece en nuestra Biblia es una traducción
equivalente a la palabra hebrea para expiación.
“Y no tomaréis precio por la vida del homicida, porque está condenado a muerte,
indefectiblemente morirá. Ni tampoco tomaréis precio del que huyó a su ciudad
de refugio, para que vuelva a vivir en su tierra, hasta que muera el sumo
sacerdote” (Núm. 35:31-32).
La profunda humillación a la que fue sujeto el Hijo de Dios
al tomar la forma de siervo, siendo hecho “en semejanza de carne de pecado”, fue
una imposición judicial impuesta por el Padre, pero a la cual se sometió
voluntariamente. La finalidad misma de su humillación, su obediencia y sus
sufrimientos es penal, porque era para satisfacer las demandas de la Ley de
Dios sobre su pueblo. Al “nacer bajo la ley” (Gál. 4:4), Cristo se sujetó a
todo lo que la Ley ordena: “Pero sabemos que todo lo que la ley dice, lo dice a
los que están bajo la ley” (Rom. 3:19), lo cual significa que la Ley requiere
el cumplimiento de sus estipulaciones. “Cristo, en nuestro
lugar, por su acción y sufrimiento satisfizo
la justicia divina… la legislativa, la punitiva y la vengativa a
la perfección, cumpliendo la justicia y rectitud de la Ley, que esta requería a
fin de otorgarnos impunidad y de que tengamos derecho a la vida
eterna”.
“Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados,
el justo por los injustos” (1 Ped. 3:18). No debemos limitar esta referencia a
lo que Cristo sufrió a manos de Dios mientras estaba en la cruz, ni a todo lo
que pasó ese día y la noche anterior. ¡Cuidado con limitar la Palabra de Dios!
No. Aquí se incluye la totalidad de
su humillación. Toda la vida de Cristo fue de sufrimientos. Por eso fue llamado “Hombre de
dolores”, no meramente “dolor”. Desde su nacimiento hasta su muerte, el
sufrimiento y el dolor lo señalaron como su Víctima legítima. Siendo un
infante, fue obligado a ir al exilio para escapar de la furia de los que
querían quitarle la vida. Eso no fue más que un precursor profético de toda su
vida humana. La copa del sufrimiento, que comenzó a beber en Belén, la siguió
bebiendo hasta la última gota amarga en el Calvario.
Soportó toda variedad de sufrimientos. Padeció la pobreza
en su expresión más grave. Nacido en un
establo, sin ser dueño de ninguna cosa material sobre la tierra, dependiendo de
la caridad de los demás
(Luc. 8:3), estando muchas veces situado aún más bajo que
las órdenes inferiores de la creación (Mat. 8:20). Sufrió los reproches más
amargos.
Las acusaciones más malignas, las difamaciones más viles,
los sarcasmos más hirientes se dirigieron contra su persona y su carácter.
Lo insultaron por ser glotón, bebedor de vino, impostor,
blasfemo y diablo. Por ello lo escuchamos clamar: “El escarnio ha quebrantado
mi
corazón” (Sal. 69:20). Sufrió la experiencia de la tentación
en toda su
malignidad. El príncipe de las tinieblas lo atacó con todo
su ingenio y poder, causando que lo atacaran sus legiones infernales,
arremetiendo
contra él como “toros de Basán”, como leones rapaces y
rugientes (Sal.
22:12-13). Sobre todo, sufrió la ira de Dios, de modo que
estaba “muy triste, hasta la muerte” (Mat. 26:38), “en agonía” (Luc. 22:44), y,
por último “abandonado por Dios”.
¿Cuál, pues, es la explicación de estos “sufrimientos” sin
paralelos?
¿Por qué fue seguida esta obediencia totalmente perfecta por
el castigo más terrible? ¿Por qué esta santidad inmaculada fue visitada por la angustia
indecible? David declaró: “Y no he visto justo desamparado”
(Sal. 37:25). ¿Por qué,
pues, fue el Justo abandonado por Dios? Hay una sola respuesta posible. Solo
una respuesta abarca totalmente todos los hechos del caso. Solo una respuesta
absuelve al gobierno de Dios. Al
tomar el lugar de los pecadores ofensores, Cristo
se vio obligado a cumplir todo lo que en realidad era responsabilidad de ellos.
Esto involucraba cargar con los pecados de
ellos, ser cargado con su culpa, sufrir el castigo de ellos. En consecuencia, Dios lo trató como
el representante de su pueblo criminal,
inflingiéndole todo lo que los pecados de ellos merecían. Como el Sustituto que cargaba el pecado
de su pueblo, Cristo fue expuesto
justamente a todas las consecuencias terribles de la manifestación del desagrado de Dios.
En la antigüedad se postuló la pregunta: “¿qué inocente se
ha perdido?” (Job 4:7), a la cual podemos contestar sin la más mínima vacilación:
“Nadie”. Dios nunca ha herido ni nunca herirá al inocente.
Por lo tanto, antes de que su ira punitiva pudiera caer
sobre Cristo, los pecados de su pueblo tenían que ser transferidos a él, y esto
es precisamente lo que las Escrituras dicen. Es notable que esto fuera anunciado
mucho tiempo antes en el gran Día Anual de Expiación de
Israel: “Y pondrá Aarón sus dos manos sobre la cabeza del
macho cabrío vivo, y confesará sobre él todas las iniquidades de los hijos de Israel,
todas sus rebeliones y todos sus pecados, poniéndolos así sobre la cabeza del
macho cabrío” (Lev. 16:21). También fue claramente profetizado: “Jehová cargó
en él el pecado de todos nosotros... habiendo él llevado el pecado de muchos”
(Isa. 53:6, 12). Y además lo afirma expresamente el Nuevo Testamento: “Cristo
fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos” (Heb. 9:28).
Volvemos a señalar que no existe en estos pasajes ninguna indicación de que
Cristo cargara los pecados de su pueblo solo cuando estuvo colgado en la Cruz.
Sabemos que esto último es lo que muchos han afirmado, pero al hacerlo no solo han
sido culpables de agregar a la Palabra de Dios algo que no dice, sino que de
plano también la han contradicho.
Ya hemos señalado que la expresión en Romanos 8:3, que dice
que fue hecho “en semejanza de carne de pecado”, presupone claramente la transferencia
de los pecados de su pueblo a Cristo, y que lo que sucedió
inmediatamente después de su nacimiento coincide totalmente
con este hecho y no puede entenderse de otra manera. Que fue “circuncidado”
(Luc. 2:21) no solo prueba que fue “hecho semejante a los hombres” (Fil. 2:7),
sino que evidenció que había sido hecho “en semejanza de carne de pecado”.
También la “purificación” ceremonial de su madre (Luc. 2:22) y su presentación
de una ofrenda como “expiación” (Lev. 12:2, 6) estuvo en perfecta conformidad
con el hecho que, aunque la humanidad de Jesús era inmaculada, entró en este mundo
oficialmente culpable.
De pequeñitos pecamos: “Se apartaron los impíos desde la
matriz; se descarriaron hablando mentira desde que nacieron” (Sal. 58:3), y por
lo tanto, siendo niño, Cristo sufrió. Sufrió, no solo como nuestro
Sustituto, sino porque nuestros pecados le habían sido
transferidos. De jóvenes pecamos; y de joven, Cristo sufrió, y sufrió a manos
de Dios como lo testifican claramente sus propias palabras: “Yo estoy afligido
y menesteroso; desde la juventud he llevado tus terrores, he estado medroso”
(Sal. 88:15). En la flor de la vida pecamos; y en la flor de su vida, Cristo
sufrió. Refirámonos nuevamente a los ataques que enfrentó
a manos de Satanás. Hebreos 2:18 nos dice que “padeció
siendo tentado” y que ese mismo sufrimiento fue penal. Que Cristo “sufriera” bajo
Satanás fue algo designado y determinado como una imposición de Dios como lo
prueba la declaración que: “Entonces Jesús fue llevado por el Espíritu al
desierto, para ser tentado por el diablo” (Mat. 4:1).
Habiendo el hombre permitido que Satanás lo venciera, por
una sentencia justa, Dios lo ha entregado como esclavo a su tiranía. Por lo tanto
fue necesario que Cristo, como Sustituto de su pueblo pecador, se expusiera a
los acosos del diablo, para que en este sentido también satisficiera la
justicia divina. De seguro Satanás y sus agentes nunca
hubieran podido atacar a Cristo si no hubiera sido
(legalmente) acusado como culpable de nuestros crímenes a los cuales Dios en su
justicia lo expuso para que ellos lo matasen (Hech. 2:23). Los mismos escogidos,
como pecadores, estaban sujetos al poder de Satanás (Col. 1:13), y esto por la
sentencia justa del Juez de toda la tierra. Por lo tanto no solo eran “botín
del valiente” sino también “cautivos del tirano” (Isa. 49:24). De este modo,
así como Cristo vino como Garante en el lugar de ellos, él, en virtud de la
sentencia de Dios, también fue sujeto a los ataques de Satanás.
“La obediencia pasiva o sufriente de Cristo no tiene que
limitarse a lo que experimentó en el Getsemaní y en la cruz. Su sufrimiento fue
la culminación de su dolor expiatorio, pero no su totalidad. Todo en su carrera
humana y terrenal que fue angustioso fue por obediencia pasiva. Jonathan
Edwards tuvo razón al decir que la sangre de la circuncisión de Cristo fue una
parte tan real de la expiación vicaria como la sangre que fluyó de su costado
traspasado. Y no solo fue expiatorio su sufrimiento físico, sino que también lo
fue su humillación”. “La satisfacción o propiciación de
Cristo consiste en sufrir la maldad, o en ser objeto de humillación… Cualquier
cosa a la que Cristo fue sujeto, lo cual era el fruto judicial del pecado,
tenía la naturaleza de la satisfacción por el pecado. Pero no solo un
sufrimiento verdadero, sino toda humillación y depresión del estado y las circunstancias
de la humanidad (naturaleza humana) por debajo de su honor y dignidad (por
ejemplo el que su cuerpo quedara muerto, y el cuerpo y alma quedaran separados)
son frutos judiciales del pecado”.
Cuando las Escrituras hablan de la satisfacción de Cristo,
se refieren
a todos sus sufrimientos en general. “Ciertamente llevó él
nuestras
enfermedades, y sufrió nuestros dolores” (Isa. 53:4), es
decir sufrió todas las enfermedades y los dolores que nosotros merecíamos por nuestro
pecado. Es necesario notar cuidadosamente que la declaración inspirada “mas
Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros” (Isa. 53:6) viene antes de
“angustiado él” y antes de “como cordero fue llevado al matadero”. Era en los
inicios de su ministerio público, y no mientras colgaba en la Cruz, que Dios
impulsó a unos de sus siervos a exclamar: “He aquí el Cordero de Dios, que
quita el pecado del mundo” (Juan 1:29). Cristo fue llevado “al matadero” antes
de las tres horas de oscuridad, pero aun entonces sentía “aflicción”, y nuestra
iniquidad le fue adjudicada. Este mismo capítulo (Isa. 53) adjudica nuestra “curación”
a los azotes que recibió de los hombres, así como otros pasajes claramente
atribuyen nuestra liberación de la maldición de la Ley por medio del hecho de que
Dios visitó a Cristo con la maldición de la Ley.
“Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo
padeció por nosotros, dejándonos ejemplo” (1 Ped. 2:21). “Sufrir
denota aquí estar en aflicción, porque
todos esos sufrimientos a los que se refiere este versículo son los que Cristo
nos dejó como un ejemplo de paciencia. Él afirma que esos sufrimientos son a
causa de nosotros, es decir, experimentados en nuestro lugar al igual que para
nuestro bien.
Porque esto es lo que comúnmente significa la palabra huper… y es el verdadero significado que
Pedro le da, entonces llegamos a la conclusión que en 3:18 dice “Cristo
padeció... por los pecados” (1 Juan
4:10)8.
Cuando son enfatizados los derechos soberanos de Dios, por
lo general surge la objeción de que con ello estamos “reduciendo al hombre a una mera máquina”. Hay muchas
personas preparadas para defender la idea de la responsabilidad
humana. Pero rara vez escuchamos algo acerca de la
responsabilidad transferida.
No obstante, es en este punto donde radica una de
las principales maravillas y glorias del evangelio. La
responsabilidad del pueblo de Dios fue transferida a Cristo, él cargó con las
cosas por las cuales nosotros éramos responsables y se hizo cargo de
nuestras deudas, cumpliendo con todas
las demandas de la Ley en contra de estas. Si
este no hubiera sido el caso, ¿cómo hubiera podido Dios con
justicia cargar las iniquidades de su pueblo sobre la cabeza de su Santo
Hijo? Y menos aún haber hecho que la espada de la Justicia lo
hiriera. Fue porque Cristo fue “hecho pecado” por nosotros que también fue
“hecho maldición” por nosotros, lo último no podría ser sin lo primero.
Como este es un punto de vital importancia, tenemos que ampliar un
poquito más nuestra explicación.
Hebreos 7:22 declara que Cristo es el Garante de un pacto
mejor:
Fue el Patrocinador de su pueblo, tal como Judá lo fue de
Benjamín:
“Yo te respondo por él; a mí me pedirás cuenta. Si yo no te
vuelvo a traer, y si no lo pongo delante de ti, seré para ti el culpable para siempre”
(Gén. 43:9). O, como lo fue Pablo de Onésimo: “Y si en algo te dañó, o te debe,
ponlo a mi cuenta. Yo Pablo lo escribo de mi mano, yo lo pagaré” (Filemón
1:18-19). Del mismo modo, Cristo se comprometió ante su Padre por nosotros:
“Cárgame a mí lo que te deben, y yo lo pagaré”. “Un garante, cuyo nombre se
incluye en un pagaré, no solo está obligado a pagar la deuda, sino que también
hace suya la deuda, como si fuera de hecho el deudor primario, por lo que puede
ser demandado por el pago de la deuda. De la misma manera Cristo, cuando se
puso como Garante, tomó el lugar de los pecadores; que lo que la Ley podría
cargarles a ellos, se lo cargara a él”.
Cristo tuvo que cargar con la culpa de nuestras
transgresiones antes de poder cargar con nuestro castigo, y de este modo
satisfacer la justicia divina por nosotros. Que en realidad lo hizo, lo
demuestran sus propias palabras. Es, en efecto, extraordinario saber cómo fue
que Cristo realmente se adueñó de nuestros pecados como si fueran de él.
Primero, en el Salmo 40: Sabemos que este salmo es mesiánico
porque
Hebreos 10 lo cita; que contiene las palabras de Cristo se
hace muy evidente en los versículos 7-11. Sigue siendo el que habla en el versículo
12 donde declaró: “Porque me han rodeado males sin número; me han alcanzado mis
maldades, y no puedo levantar la vista. Se han aumentado más que los cabellos
de mi cabeza, y mi corazón me falla”. ¡Qué confirmación de que los pecados de
su pueblo le fueron transferidos a él! Segundo, en el 69, otro gran salmo
mesiánico, también lo encontramos diciendo: “Dios, tú conoces mi insensatez, y mis
pecados no te son ocultos” (v. 5). ¡Sin lugar a dudas estas palabras muestran
que nuestros pecados le habían sido adjudicados a él! Esos pecados fueron suyos
no porque los hubiera cometido, sino porque le fueron imputados.
“Quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el
madero” (1 Pedro 2:24). “‘Nuestros pecados’ aquí indica que somos merecedores
del castigo por nuestras violaciones a la Ley divina y de las consecuencias de
esas violaciones. En otras palabras, culpabilidad en el sentido de haber recibido
la sentencia de lo que sería el castigo, y el castigo mismo”… Al tomar el lugar
de su pueblo, Cristo se hizo responsable de la justicia de Dios en nombre de
ellos. Sea lo que fuere que debían, tenía que ser cobrado a su Fiador. Él tiene
que pagar sus deudas, sufrir la pena total de sus iniquidades y recibir la
carga del pecado en lugar de ellos. Cristo se expuso ahora a todo lo que la santidad
de Dios tiene que imponer sobre el pecado. Por lo tanto leemos: “Cristo nos
redimió de la maldición de la ley; hecho por nosotros maldición (porque está
escrito: Maldito todo el que es colgado en un madero)” (Gál. 3:13). “La cruz
era maldita, no solo en la opinión de los hombres, sino por el decreto de la
Ley divina. Por lo tanto, cuando Cristo fue levantado en la cruz, se entregó
como individuo
repugnante, objeto de la maldición”.
El mismo método de muerte que Dios determinó para su Hijo
nos revela la naturaleza penal de este. La Cruz no fue meramente un “accidente”,
como si no importara de qué manera murió. Las razones fundamentales hicieron
necesario que el Garante muriera una muerte que era detestable para Dios; de
allí la referencia frecuente en el Nuevo Testamento a la “cruz” y el “madero” (cf. Juan 12:32-33). En el Calvario, la
terrible maldición de Dios sobre el pecado fue exhibida, de la cual la cruz no
era la causa sino el símbolo (cf. Juan 3:14). Bajo la Ley Mosaica, (a la
cual se refiere el Apóstol en Gál. 3:13), colgar de un madero era una muerte
reservada para los peores criminales. De allí, la fuerza de la palabra madero
en 1 Pedro 2:24. Cristo colgado de un madero
era el testimonio público de la maldición de
Dios sobre él. “La causa de la maldición no era porque colgara en un madero,
sino por el pecado que se le cargó. Ese modo de castigar demostraba que era
objeto del desagrado santo de Dios, no porque colgara en el madero, sino porque
era el portador de los pecados. Ahora se le aplicaba el castigo de las ofensas
por las cuales esa pena ignominiosa
le fue dada. La sabiduría divina
determinó que el que cargara con los pecados del mundo debía ser expuesto como
una maldición, porque con ello se exhibía del modo más terrible posible el
desagrado divino”.
En cuanto al porqué y el método de la muerte seleccionado
por Dios de todos los demás posibles —envenenamiento, lapidación, decapitación,
etc.— Génesis 3 da la respuesta: “De la manera que el pecado fatal que difundió
la maldición sobre la raza humana se relacionaba con el ‘árbol’ prohibido, Dios
ordenó sabiamente que el último Adán expiara el pecado por medio de ser
suspendido en un madero; y determinó en la Ley (Deut. 21:22-23) que el tal
fuera símbolo de la maldición que recordara a todos los hombres el origen de la
maldición divina sobre el mundo. No quitaría la maldición de ninguna otra
manera”. Entre los romanos, la muerte por crucifixión era la peor humillación
posible. Era el más degradante de los castigos, impuesto solo a los esclavos y
a la gente más ruin. Si un hombre libre era condenado alguna vez a ser crucificado
por crímenes graves, como ser robo, traición a la patria o sedición, la
sentencia no podía cumplirse hasta que se le pusiera bajo la categoría de
esclavo, y eso por medio de la peor de las humillaciones. Les era quitada la
libertad con azotes serviles y flagelaciones, como sucedió con Cristo. De este
modo, la
maldición de la Ley de Dios fue ejecutada sobre la Cabeza y
el Sustituto de su pueblo. Predicar a “Cristo crucificado” (1 Cor. 1:23) es proclamar
y exponer que “fue hecho maldición por nosotros”.
Porque Cristo fue “hecho pecado” y “hecho maldición” a favor
de su pueblo, la ira de la santidad de Dios se encendió contra él y la espada de
la justicia lo traspasó. “Levántate, oh espada, contra el pastor, y contra el
hombre compañero mío, dice Jehová de los ejércitos. Hiere al pastor” (Zac.
13:7; cf Mat. 26:31). Dios le infligió el
castigo a Cristo como si hubiera sido él mismo el ofensor. “Con todo eso,
Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento. Cuando haya puesto su
vida en expiación por el pecado...” (Isa. 53:10). Todos los sufrimientos del hombre
infligidos directamente por Dios o indirectamente por Satanás o los hombres
(Jer. 2:15-17), son por los deméritos del pecado. Así también todos los
sufrimientos de Cristo —recibidos del hombre, Satanás o Dios— surgieron por los
deméritos de los pecados de su pueblo imputados a su Sustituto.
El castigo que Dios dio a Cristo era justo el castigo que su
pueblo merecía. Que fue maldito por Dios es evidente por haber colgado del madero.
Que recibió la paga del pecado fue evidente porque Dios lo abandonó. Que fue
contado con los transgresores se ve en que murió entre dos ladrones. Es cierto,
no sufrió eternamente, porque la eternidad de nuestro castigo fue solo una
circunstancia que surgió por nuestra incapacidad de sufrir todo el peso de la
ira de Dios en un lapso breve de tiempo, y por lo tanto, la corta duración de
los sufrimientos de
Cristo no es una objeción válida contra la singularidad del
castigo que recibió. Por otra parte, la dignidad infinita que caracterizaba a
Cristo más que compensó la Ley. “Para el ojo culto, se encuentra en la cruz otra
inscripción además de la que ordenó poner Pilato, que dice así: LA
VÍCTIMA DE LA CULPABILIDAD. LA PAGA DEL PECADO”.
¡Esta es
mi apelación, oh, Señor! Con esta apelación me presento ¡Oh bendito Señor! En
el momento de creer y morir en Jesucristo, tú justificaste todos mis pecados en
el tribunal de gloria, tanto mi culpa como mi castigo. En cuanto creí, me
perdonaste todos mis pecados, me perdonaste todas mis iniquidades, borraste
todas mis transgresiones y en el momento de creer curaste todos mis pecados; en
el momento de creer me libraste del estado de condenación y me mostraste la
importancia de la gran salvación. Cuando por primera vez creí, fui unido a
Jesucristo, y fui arropado con la justicia de Cristo, la cual cubrió todos mis pecados
y me libró de todas mis transgresiones. Oh Señor, recuerda que en el preciso
instante de mi disolución tú realmente, perfectamente, universalmente y definitivamente
me perdonaste todos los pecados.
Sí murió. Sí entregó su vida. Sí hizo de su alma una ofrenda
por mis pecados. Sí fue hecho maldición. Sí sufrió tu ira infinita. Sí
satisfizo completamente y compensó totalmente tu justicia por todos mis
pecados, deudas y transgresiones.
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